Thursday, October 16, 2008

El espíritu encendido


Hay una tierra encendida, o por encender,
o más bien, algo en la carne que invocas
desde el fuego. Y la llamarán Sedienta,
desierto de uveros denegridos,
leña quemada, brasa viva
sobre una llaga doliente.

Mientras no veas la Zarza ardiente,
te quedarás en hambre sin el rayo,
no hallarás el camino, Mamá,
no sin tu nombre de Sémele
ni el amor que fulmina
divinamente lo precario.

Para tu mano idónea, aquella piel
que arde con el beso, es pabilo.
Aquella desnudez que se baña en lluvia de oro
es como una antorcha para tus ojos.
Es una estrella que, siendo lejana,
se agiganta y rutila y llena el cielo de tal modo
que llueve luz y abre tus celdas y marca una ruta
a la nostalgia, al relámpago,
a todo el campo santificado
e iluminado, Alma mía.
Tu alma halló el esposo y puedes
descansar en su filtro de placeres,
en su delicia profunda.

Hay una tierra, Mamá, sedienta de río,
curiosa de pescadores, una tierra
sedienta de fuego, hambrienta de alimento.
Es la heredad que te quitan quienes urden
que mueras en la mar, que mueras
conmigo, porque el padre terreno
tiene miedo y su poder
es más salvaje que su entendimiento.

Hay una tierra encendida, o por encender,
ház que sea alma en mí, Mamá;
iré por los senderos de su luna
y con auxilio de ese faro enclavado en la peña,
a la tierra firme. Entonces, vén para que me ames.
Que se acabe sed y hambre
porque yo te doy fuerza, como un pichón
de zarza, o de espíritu ardiente.
Nos amamos, Dánae.

Seré el héroe en tu destino.

26-04-1988 /
El libro de la guerra

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