Thursday, October 09, 2008

El ladrón


A la memoria de Luis Candelas (1806-1837)

No lo habrían cazado y apresado jamás, porque Luis Candelas no era violento. Era un maestro de la seducción y un articulador del arte fino del robo. Fue un artista que se antojaba de lo ajeno. Un ladrón romántico. Nació en un barrio madrileño, hijo de un maestro carpintero de Avapiés. Pero han llegado a verlo mucha gente. Van a matarlo. Lo condenaron al garrote vil en el patíbulo de las afueras de la Puerta de Toledo. A verlo morir, a rememorar su rostro, su estampa, su fineza en las gramáticas pardas, se asomaron las mujeres. Más que su dolor, su burla, su accidentado reencuentro, su tragedia esta tarde, hoy lamentaron no salvarlo.

Será ejecutado, pese a todo.

Definitivamente, hoy es su último día de vida. Finaliza su historia de delitos.

Algunas imaginan que él habría sido un compañero afectuoso. Otras piensan, al verlo en vísperas de su agonía, que fue un perverso. Lo imaginan egoísta porque el sexo fácil, aburrido, ligero y apurado, sin prolongaciones, es frustrante e innecesario. Es un mal amante: ¿por qué formula una burla de un acto que puede ser tan placentero?

Sí. ¡Que muera! es lo que piden. De hoy en adelante, se sentirán tranquilas.

«¿Qué hicíste del deseo, el mío y el tuyo, Candelas?», meditan sus ultrajadas.

Una niña diminuta, traviesa, con una actitud despejada, se ofendió. Es demasiado joven para entender que alguien se avalanzara sobre ella. Se puso al tupe y le dijo: «¡No me toques!» Tenía todo el derecho a proferirlo. No quería esa experiencia, máxime cuando ese día se colocó un amuleto que llamaron la candorga.

Clara María, una caracoleta, tenía sus pechitos lindos, pero, por alguna razón, ese día no usó calzones. Se sentía desnuda. Vulnerable, avergonzada. No se puso una braga, pero se confió a una candorga entre los senos. Metió la planta de hojas largas en una carterita que escondió en su corpiño. Fue su manera de contrarrestar lo que dijeron que serían brujerías. Sentimientos de culpa inducidos por ardides ajenas.

El hombre que ella ama ni le silva. ¡Y ella es tan linda! Está enamorada. La ignoran porque si fuese una pared, un rincón, una sombra, dolería menos que nadie ni la observe y no se explicaría lo sucedido con Candelas.

Luis Candelas la vio. Se llenó de deseos. El dijo en mal momento:

¡Hasta un pendeja como ésta se me place!

Ella se inclinó sobre un muro en una calle oscura. Se le ocurrió irse a caminar en la noche, amparada por una candorga. Superticioso recurso. Y no tenía un calzón que evitara que esa mano comenzara en escarbar bajo la falda y se excitara al grado de inclinarla sobre el muro. «Quieta, chiquita».

Fue ella la que dijo tantas groserías. El no podía llegar así a su alma ni a su instinto. Linda y vulgar no fue química que a él satisfaciera. ¡Qué lengua larga! Hasta le suplicó con besos:

«¡Cállate, cállate!»

Luis Candelas no quiso dinero esa vez; pero le vio los senos y la tentó entre las piernas. Y fue feliz. Su contento fue más que cuando halló en su víctima algunas joyas en oro, diamantinas y depósitos de prenda que se vendarán en metálico. Ese día él estuvo jocundo por causa de una caracoleta. Una jovencilla insignificante, una espigada adolescente, una mierda de ser, virgen, tonta si se quiere, alborotosa.

Apenas se la apercochó sobre un muro; pero, ¡qué escándalo!

«Gusano, ¿cómo dijíste que te llamas?», tuvo que decirle. Ella fue el colmo de los aspavientos de virtud. Es casta. Tiene dizque novio. Alguno que la lleva a esos extremos de utilizar candargos y comprar brebajes de amor y hechizos contra rivales imaginarias.

Por su lado, él era un seductor. Ella, lo más vulgar que le entregó la noche.

La Guardia vino por oír el quejido de esa lamia, sus ganas de gritar ya que tiene un candargo, un amuleto.

Creyó que Dios la honra, contra todo riesgo y escasez de salvación.

Ella ni siquiera supo la dimensión del monstruo. Es Luis Candelas su agresor. Ni más ni menos.

¡Más que el peor rival de los amores, enemigo de virtudes, es la candarga!

En el día fatal de su encuentro, no toleró a nadie. La migrañas la tuvo en luto y sus vasos sanguíneos se dilataron a tal grado le dolió hasta que sacaran un yerbajo que fue su riqueza, su consuelo por aumentar la serotonina y las almendras de sus ríos de sensación y de romanticismo.

Gritó a todo pulmón.

«Me roban la candorga y la paz».

Estaban a punto de violarla. Candelas descubrió, con su mano artera, vellos púbicos; pero, Clara María fue una sirena y un peligro. Dio fe a su candarga y echó gritos y atrajo las protecciones sospechadas.

El seductor no tuvo ni tiempo de escaparse. Según pensó, Clara María no podría vencerlo. Eran una caracoleta, diminuta, fácil víctima para un amante de recursos, verga de hondo calado, intensa transmisión de sensaciones, su habla persuasiva, su delicado verbo...

La caracoleta creyó muy poco en sus palabras. Gritó, lo rodeó de gendarmes después de patearle los cojones y aturdirlo con su fe en una yerbajo de hojas largas que escondió en su pecho.


05-02-1988 /
Leyendas históricas y cuentos coloraos

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