Wednesday, October 08, 2008

El muerto


«Dios es incierto. Dios es angustioso.
Dios es como la mujer desnuda»:

Yván Silén

Enterado de las cartas de su padre, el expulso sacerdote evitó la invitación al encuentro. No quiso ir a mentir diciendo que todo esté en perfecto orden. La iglesia lo bajó del pedestal en que lo puso. En su dulce rostro de antaño se marcó un rictus de amargura. Su cuerpo es un garrobo. En pocas semanas adelgazó mucho. Su cabellera cae sobre su frente como alpiste y hierba tembladora desafiada por la brisa. Viran las caras y niegan el saludo las mujeres que a él, en confesión, habían contado sus intimidades, de verbo ad vérbum.

Débora trajo a su conciencia mil mortificaciones al acusarlo sorpresivamente. Había acariciado sus muslos. Chupó de su pozo más secreto. Jamás pensó que esta verdad de su acto se dasataría diecisiete años después para hacer unos gigotes de su vida y volcarlo en el descrédito. Estaba excomulgado y sin trabajo.

Para el Padrecito había planes, aún no confirmados, de que sería llevado al extranjero, a no se sabe dónde, ya que un anciano pedía verlo en algún paraje de Europa. Una separación de 30 años, sin noticias entre ellos, al fin y a la postre, produjo que se recibieran varias cartas procedentes de Cuenca.

Su padre, hombre rico, centenario, amante de lo bello y lo sublime materializado, casi ilustre, fue discípulo de Karl Dühring y, cuando huyó de Berlín, por causa de la guerra, se asentó en Cuenca y crió de guacho al futuro sacerdote. ¿De qué manera, tan feliz y sin la influencia de mujer, o madre, lo habría criado, que él se decidió por la sotana y una vida discreta?

¡Esta vida que, por cierto, se ha escurrido!

Aún cuando no fue la carrera religiosa la que él quiso para el joven, el burgués se consolaba porque el muchacho era dulce, generoso y despierto y, antes de que partiera para sus estudios superiores de Teología, lo indujo a leer de su inmensa biblioteca. Junto a él admiraba las reproducciones de los lienzos de Salomón Gessner. Escenas bucólicas, ninfas y pastores, mundos casi angélicos de vida sencilla y paisajes, menos montunos y tediosos que Cuenca. Le inculcó, sin que se renunciara a la intuición de una belleza encantada y subjetiva, una concepción monista del mundo, al estilo de C. Darwin, R. Mayer, L. Geiger y, sobre todo, Ludwig Noiré.

En la hacienda de Cuenca de su padre, el seminarista cuando volvía a España, por unos días de descanso y vacaciones, en su lugar se ponía unas ropas de aldeano y llevaba, sin que nadie se lo pidiera, garrafas de agua fresca, o ajonjolí, a los campesinos que criaban cabras.

Sin embargo, han pasado treinta años. El no quiso dar la cara y se quitó la vida torpemente para evitar el reencuentro.

8-4-2002 /
Leyemdas históricas y cuentos coloraos

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