Wednesday, October 08, 2008

El guabá


No quiero pensar porque no quiero que el color del corazónse una al dolor del pensamiento:
Emilio Castelar

La gente no quiere verlo. Ni recordarlo. Ya no se sabe dónde está. A menos que su paradero sea la tumba, o el frío e infernal destino de los muertos. Mejor será que nadie mencione al hombre que adquirió rango de canalla, tan insperadamente y cuando viejo.

«¡Se le quiso tanto!», dijeron al párroco de turno.

Y, hace unos meses, una beata de la iglesia, criada que limpiara su apartamento, sorprendió al perdido con una mujer desnuda en su recámara. Es cierto que no estaban en acción. Pero ella le mostraba el nalgatorio y sus pantaletas estaban sobre la alfombra y el padrecito tenía los ojos asustados.

¡Fue a Débora a la que vio! Una víbora siquitrillada. Desde siempre una niña coqueta. Crecida, mozalbeta gallaruza, problemática, buena para nada, barril de pólvora, cercano al incendio permanente de la vida, según la describiera más de uno.

Y la criada paró la oreja, se apertrechó discretamente y oyó lo que la mujer y el cura conversaron: «Mujer, ¿qué has hecho? ¿Cómo te dejaste tatuar un guabá en el trasero? ¡No eres la misma que yo conocí?¿ Dónde esta la niña que fuiste y que yo admiré?»

Ante la observación, Débora se quejó: «Ya no te gusto, ya estoy fea, ¿no? ¿Por qué me acuestan si me van despreciar al poco rato? Pues eso me pasa, que no hallo a uno fiel y verdadero. Que todos toman ventaja y me abandonan. Me tiran como chancla como hizo usted...»

El respondió: «Te alejaste de la iglesia, hijita mía. Te he buscado y me rehuyes... Te pedí perdón y no has perdonado... y sabes que fuiste mi primera pasión y te quiero bien, pero ahora en el amor de Cristo».

Ella se quejó: «... ya no te gusto, ¿no? porque he sido de varios hombres y tengo un macho de verdad que no se esconde en la sotana; y él me pega y me aborrece, pero me come cuando quiere».

Es todavía hermosa; su rostro tal vez menos que diez años atrás. Hoy es su alma lo que apesta. Es mucho más enojona, garrullera. Su boca es un cuchillo que él ya no besaría. No queda en ella una pizca de inocencia.

Ante él, quien la amó con transparencia, irrumpió con violencia inoportuna. Casi asaltó la casa cuando la criada abrió el portonzuelo que va a la habitación del Virtuoso de Cuenca. Débora se levantó el vestido como una putezuela. Le mostró el tatuaje que estamparon en su piel: Una vez te comparta mi ponzoña serás mía para siempre... Un guabá con dicho lema arde cuando se deposita sobre las asentaderas.

Vino a provocar al viejo que puso fe en ese perdón que ella no le dio con la humildad y certidumbre con que él lo esperaba. El mensaje del tatuaje sería una declaración de guerra, no sólo una amenaza...

Cinco años atrás, aún más hermosa, el cura supo que se embuchiría. Sería como el guabá de la nalga: una araña peluda y cuya mordedura sería letal. Supo que bebía en los bares y, en ebriedad, maldecía haberlo conocido. Blasfemaba el nombre de Dios.

Dejó, por igual, la universidad por un hombre que se ha tatuado el cuello, las espaldas, los brazos y parece una vitrina, con escenas de estúpidos motivos... «¡Qué mucho ha cambiado! Ovejita del descarrío: Débora, pobre mujer».

A los 13 años, cuando ella fue adolescente y virgen, él la bendijo con su mirada y, a solas, al reflexionar sobre la brutalidad de la estructura social del mundo y la naturaleza del pecado, ella venía a su pensamiento y, al mirarla, sus ojos se consolaban y al dolor del mundo, él lo pensaba menos. Cuando hay esa belleza y esos regocijos que ella inspira, el mundo es perfectamente vivible, casi arcádico...

Ella vino a confesión, por tercera vez, después que él quedara embrujado por su encanto. Y por hallar este consuelo, la compañía y las frases de estímulo con que él la animaba, creyeron ser amigos, a pesar de todo. Débora nació en una familia que Dios bendijo con mucha riqueza de fe y de medios. Y a la ovejita negra de la grey, niña en la que se fijó, había confiado su amor y su líbido. Ahora supo que tenía un novio de oscuros orígenes.

A solicitud de su familia, él dio reprimendas, a veces consuelos; pero, siempre ¡lo mejor de su buena voluntad! Y, aunque se la había sentado en las piernas en par ocasiones y, encantado por sus lindos pechos de niña precoz, aunque quiso dormirla a besos sobre su pecho y tenderla sobre su sotana, se detuvo.

De pronto, la mujer estaba allí. Ayer, el más lindo cordero, la ninfa de los cuadros de Gessner que su padre amaría igual que él si la hubiera conocido, tenía una actitud diferente. A pesar de sus hábitos, esa niña de ayer hizo que él sintiera que tenía un corazón de pastorcillo y que en su comunidad se halló La Arcadia y una ninfa vibrante.

Una complicidad divertía a Débora. El ya sabía que había caído en manos suyas, al chupar de sus teticas y hundirse, de narices, sin bigotes, en su coño y besar las nalgas, con más pasión podenca que los perros salivosos que lamen una herida.

Antes de su tatuaje, a ese tajo insinuante, indescriptible, cismático, lo admiraba. «¡Qué lindo culo de mujer, Débora!» Extasiado por ver la ranura, divisora del doble hemisferio de sus nalgas, por no desflorarla, apeteció tomarla por el ano.

Habría jurado que, de haberse liado con ella en sodomía, por el agujero del enchutaje, se vaciaría toda la fe que de él hizo al cura y al varón decente, generoso e idealista, que anhelaba ser. Ella lo miraba, traicionda por la sed del deseo, y sus ojos se le iban a las pelotas y al pene del Virtuoso de Cuenca y por ardor y ansiedad vital, jadeaban ambos.

¡Sí, con mucho gusto, ella se habría entregado y él, maduro, humano y pecador, como todos, lo adivinaba! Lo temía.

En un segundo, a la vista del cuerpo de la niña, se sucedieron unas imágenes, unas tras otras. Las vio como si fuesen fragmentos de video, las oyó como si las cantara el coro de su iglesia, la olió como pólvora que, de pronto, estallaría hasta chamuscar sus mejillas con una sensación menos agradable que esa mezcla de rubores y aromas que dejaran los muslos de Débora pegados a su piel...

La primera imagen es de una mujer, Inés de Manfield (tan linda como Débora); la segunda un Arzobispo, Elector de Colonia, que es él, el Padrecito cuatro siglos atrás, al menos, o cualquier otro con sotana.

La tercera visión alude al Papa desautorizador y la cuarta es una imagen sobre los cinco años de guerra, a partir de 1583, que ese incidente que recuerda de sus lecturas teológicas produjo. El sacerdote Gebbard se había enamorado de Inés y deseoso de casarse con ella, abrazaría el protestantismo, polarizaría a los feligreses de Colonia y arrastraría la ciudad a la violencia.

Hay que aprender de la historia y de los siglos. Tendría que evitarla.

«... cúbrete, pequeña... vístete otra vez... es mejor que te vayas porque ya hemos pecado...»

Ella preguntó: «¿No te gusto?

El reaccionó: «Me fascinaste, pero vete...»

La boca del cura siempre tuvo un delicioso tufillo, casi siempre dulce como prisco, y comer la ostia, entregada por sus manos, para ella fue dispensarse el pensamiento de ser deseada y amada desde una raíz profundísima de vida. Por esta convicción siguió en la Iglesia, creció, se enamoró, olvidó, hasta que empezaron a dañarla los hombres que no eran como el Padrecito.

¡Otros, otros!

Y lloraba al confesarlo.

«¿Qué pasa con tu vida, Débora?»

Demasiado, por desgracia. Dos veces consecutivas su novio la plantó ante los altares.

En cuanto a él, muchos lo conocieron bien. De él recibieron consejos y bendiciones. Por eso lo llaman el Padrecito. Fue varón excepcional y santo hasta hace tan poco. Y recibió muchos apodos cariñosos, pero hoy la gente desempolvó un gesto vindictivo. El curilla está acostado sobre una peña de granito.

«¿Dónde recostaré mi cabeza?», pregunta.

Escucha a la gente incrédula. Desde el campanario, se repica un salmo que condena. La confianza de creyentes, cebados de espiritualidad y prudencia satisfecha, ha sido defraudada.

Mea culpa, mea culpa.

Por esos mismos días, cuando su vida se ensució por chismes y diretes, se halló un cadáver. El evento ha creado cierta confusión. Se dijo que, en su pequeño apartamento, cercano a la parroquia, el Padrecito se habría quitado la vida. Mas ningún comunicado de prensa ni funcionario en la arquidiócesis asegura que el muerto es él. El cadáver está en la morgue, aún sin identificar. La mayor parte de los vecinos calla. No han ido a verle ni se quitan la duda. Si el cura ha muerto de veras a nadie le importa ya.

Débora y su familia, únicos que, por actitud de atropello en la ciudad, no cejarían en su empeño de escarnecerlo, después que la criada dio la queja, han dicho que él está vivo, solapado por la Arquidiócesis y que el cadáver en la morgue será el de un indigente. Un tipejo será, desafortunado por el vicio y sin hogar; uno que entre pecadores de la peor estopa, el Padrecito, bobalicón y simbombo, compadecería.

No es la primera vez. A los criminales, lo mismo que a los humildes, él juzga con gentileza frailuna y, si los ama, al encomendarlos a la Voluntad de Dios, con la misma vara y medida que ama al virtuoso, los pondera siendo perversos. Habría asignado un catre de su alcoba al muerto y, de seguro, lo tuvo bajo su techo, cobijándolo con frazadas limpias de su gavetero y accediéndolo a su baño, porque, providencialmente sobre el Padrecito se recuerda su sermón por los pobres. Uno en el cual dijo que, para los desamparados, vivas almas sobrevivientes de las calles, los descarriados más hedientes en carne de pecado, los mugrosos de catinga y sobaquina, gozar de un largo baño, con jabón perfumado, de una taza de café y un caldo enjundioso de gallina, es su primer día entre los justos. Es entrar, con anticipación al rapto hacia los Cielos y ser bienaventurado, en las moradas que Jesús, la Puerta Abierta, ha prometido. Voy pues a preparar lugar para vosotros...

Un cafunga se murió en la casa del curita. Débora se pregunta si habría tenido algún mérito que el Padrecito adivinara cuán afligida tuvo el alma el desgraciado y regresara de su escondite y diera santos óleos. Según ella, el Padrecito perdió su virtud y de su corazón se borró la autoridad de Dios. Y ya no sabría dar auxilio al que sufre, ni dar almíbar a los asuntos que antes él razonó con tino.

¿Quién imaginaría que, cuando ella tiernamente se acercara en aras de consejo, lo que él llamara su filosofía de la realidad, «Wirklichkeitphilosophie», quedaría reducida a la imagen de una araña peluda y venenosa, que mordería a sus fieles para originar un lento sufrimiento? Incredulidad y venganza.

«Este guabá también te acusa, Padrecito», había dicho Débora.

Ahora, mejor que sea de ese modo, en candelero público, está expuesta su maldad ponzoñosa. Por diecisiete años, Débora supo cómo el curilla gaspaleó entre aguas turbias. Por tal razón, se arrepiente de su confirmación católica. Ha dicho acerca del bautismo (tema acerca del que él hablara muchas veces, aludiéndolo como una protección divina para pervivir en la lucha contra las tentaciones de este mundo), que es una ardid satánica y que ella lo ha verificado por seductivos rituales. Casi siempre oníricamente.

Cuando escuchaba alguna misa que él oficiara, Débora sucumbía en malos pensamientos. En la mañana, por haberlo escuchado, o por sólo haber pisado los atrios parroquiales, alegaría que ella despertó con sus pantaletas en los tobillos, el olor de semen, el vestigio de la boca de él, el sabor del vino de la iglesia, el olor de lirios e inciensos del altar. ¡El olor a él y sus lujurias! ¡el pandemonium!

Desde que las manos del teutón cuequense levantaron su faldica y acariciaron sus muslos virginales, Débora ha insinuado que ha perdido la paz. Abre sus ojos enormes, pero no llora. Me embrujaste, Satán de Cuenca, dice. El sí ha llorado como un niñajo arrepentido. El macabro oficiante, el dizque Virtuoso de Cuenca, utilizó su lengua con sabiduría convincente porque su elocuencia en los sermones la cautivó; pero, al mismo tiempo, además de sus palabras, el órgano se fue yendo a campo traviesa y a lamidas, como ágil y rasposa serpiente, invadió en lo profundo de sus vedijas.

El buscó su alma y la llenó de babas con su boca. Sedujo con poder no humano, diabólicamente. Ella quedó adormecida con regocijo misterioso...

«... como si me drogara... » y las bragas se quedaban colgadas a la altura de sus pantorrillas y tobillos. Con sus mejillas, como radar, él recibía las vibraciones cercanas: las rodillas femíneas, tan suaves y sedosas. Entonces, él pensaba que la mujeres son ángeles, más vaporosos que óseos y se gozaba. Sus pómulos, sus orejas, sus labios... toda su tez, al rozarse o sumergirse, o extasiarse dentro de las entrepiernas que Débora abría, ahuecándolas como dos puertas, se silenciaban los ecos de su vida repimida. Sentía que aún las superficies más dulces y suaves de un cuerpo femenino, tienen átomos en llamas y temperaturas que a él agradaban más que la brisa del invierno y el aroma de las azucenas.

Desafió su escrúpulo, su miedo angustioso. El filtró sus manos y jaló el elástico que sujetaba la bikini a ella. Al fin, porque se las descorrió, emocionada y despaciosamente, ella se abrió. Una vez quedó sin pantaletas, estaría a su merced. Las manos, impertinentemente tibias, apretaron sus pulpezas. Y aún debajo de sus muslos y sus nalgas, el áspid de su lengua y de sus dedos taladraron. Se premió el alma cuando mordió su púbis. Y vino un orgasmo, uno y otro. Y ella jamás olvidaría que fue una inesperada complicidad de regocijo.

El sonrió complacido.


07-03-2002 / Leyendas históricas y cuentos coloraos Indice / El pueblo en sombras / Las Oblatas del Santísimon Redentor / Cuaderno de amor a Haití

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