Hambre y amor mantienen cohesionada la fábrica del
mundo: Friedrich von Schiller
Desde Los Angeles, California, una hermanita me escribió y dijo: Veníte vos. La jefita se muere porque no le gusta la ciudad. Saca las tortillas del comal llora y llora, pensando que me van a matar como a los jotros tres. Ya muertos ellos, mis hermanos mayores, en los combates a favor de la guerrilla sandinista, la jefa vivió acusándose, mortificándose. Dijo que nos abandonó.
En vano ella fue a Guatemala, se pasó a México, terminó en Los Angeles. Se muere. Siempre trabaja y trabaja por el mínimo salario, o engañada, mica chueca y el pedo y no pudo mandar sus ahorritos pa'l Salvador. Es cierto: no proveyó para el sustento, como quiso... Yo no la culpo. La quiero desde niño, aunque me habría gustado que se hubiera ido. Que viviera más años a mi lado. Aún no sé si ya murió.
Aquí en Tijuana, como mudo y culcumeque, yo hago el feo. Una choya me aplasta.
Miro a una cipota que me atrae. Es como el agua bonita de Atecozol y la adoro tan pachito que ni sé. Ella me surte de aguas, me manda cervezas de oquis y bebo. En poquitas horas se metió en mi corazón pa' no quererla yo ni arrancar. ¡Juro que es la primera vez que fumo y bebo!
No soy miedoso: lo mismo me quedaría aquí por ella, o me migro y voy y veo a mamá. Voy si Chepina dijera que lo haga pueh, ¿pero sin ella? ¡Así me apacha más el volado de ir o quedarme!
Idiota, como un bolo, yo arremedo al pájaro burlón. Juego feo con mi alma porque soy necio, o me traye necio, la vida por causa de este amor.
Me dijo: chica tarea, ite pal' Norte, vos sabés, no hablás inglés. Ni oficio ni colones, ¿pa'que te vas allá a sufrir? También se sufre allá y acá, pienso. Sería mi gloria oirla con otro volado: ¡quedáte pueh!
Ella huele a rico gozo hasta en la cúcura mácara. Perfumada se baña, se acuesta, se estremece, dejándose robar la rosa de los vientos... De seguro que esta es mi araña predilecta aquí donde vine a parar. Ella se completa en mi anhelo. No sé por qué. Olor salvado de mi dolor será y me tiene en su cuerpo y yo en el suyo me quiero.
¡Qué alegría sería que yo amaneciera sobre sus pétalos!
Hoy no sé si tendré un techo donde crujir. O una cama. O un sofá. ¡Si pegaré los ojos, no lo sé!
Mi desamparo es total.
Y yo sería un beso vivo, en paso de alacrán, si me dijera: ¡Vení conmigo o quedáte vos! Subiría por su tallo hasta la cumbre, allá donde sólo el viento descuelga el polen. Tonto soy quizás; me aferro a ella durante el día de hoy. ¿Pero qué tengo?
Estuve en hambre. Ella me alimentó. Comí un guiso caliente. Lo ordenó al cocinero. Lo pagó por mí. En mi morral, guardé unos plátanos maduros, dos naranjas, un cestillo de fresas y un mangó. ¡Todo lo proveyó! Cena que también fue lo primero que comí en muchos días.
Esta noche es inolvidable. Es la más larga y caudalosa, como el Sonsonate profundo. Durante muchas noches tuve que vagar y correr por los montes. Ella me animó a confesarlo. Le dije que soy de Atecozol y que me fui de allí hasta Ahuachapán, queriendo ver una chica ciudad. Nací en la ruralía, donde no había escuelas; sólo guerillas y miseria. Campesinos tristes, plagas en las milpas, desaliento. Y, al menos, dije que ví el monumento a La Madre. El cipotico con su manita en los ojos, muerto de llorar, sería yo.
Y de golpe, ella dijo: ¡Soy de Ahuachapán, qué casualidad!
Desde ese momento, pacho pupularía en mi cabeza, facilito que bebí lo que me dio. ¡Hasta su beso de puro tamagás sería como zambullirse en manantiales! Fue su dádiva final.
Me gustaste. Llegaste a Tijuana, como ellas, mi madre y mis hermanas, para que la guerra no las pudiera apachar. Son los jijodeputas del ejército quienes a las mujercitas como tiliches las trayen. ¡Qué dolor! ¡A ellas que huelen a parchas y café, las desfloran en nuestro triste país que combate, en su angustia, enardecidamente!
Si no te hubieses ido, como hicíste, seguro que te iban a desjonrar. Eres tan linda...
La metralla da valor a la deshonra, si no que lo digan los vientres descosidos a tiros, las tumbas que por Sonsonate me hallé. ¡Qué bueno que estás aquí, Chepina y yo contigo!
Me va a pijiar esta choya si dejo de creer en tí. Hay palabras que no te salvan de otras bocas. Yo te hablaré al tiro, con el alma en la mano. Dijeron que eres una zorra y me dolió. Sus resuellos, sus jetas salteadoras, buscan tus besos. Acabo de ver cómo otros te acechan y me dijíste: ¡Calmate, cerote! Olvídalo.
El Belloso te echó una mirada fea porque me das atención, me díste de comer. Sin feria, no hay pollero, gritó para que yo lo oyera. El estará celoso. Ni modo. Te sentaste conmigo que huelo a campo y estoy desesperado en el congal. Sin aguas que me bañaran, sin ríos que pueda oir con su llamado a zambullirse y ser limpio como lo que fluye hacia el mar, o hacia Dios. ¡Gracias por lo que me das sin conocerme pueh!
¡Qué afortunado es aquel que, igual que yo, por accidente, al llegar a tus lugares, percibe el olor de tus manos! ¡Tus cumbres! Yo diría: ¡Cuidado es una flor de loto! Una sagrada espiga. Aún veo que la inocencia fluye, se quedó sedienta de tí. Te atrapa. Tu compasión es perfume que entraría por mi cuerpo. Me empozaste en la choya de esta fascinación. ¡Eres hermosa, amiga mía! Me salvadueñas con tu humanidad: el gozo ya lo pusiste en mis ojos. Estoy chinito por tí.
Caminas y yo te sigo con la mirada mansamente, sea que vayas a cobrar unas cervezas, o a bailar con otros hombres. Echas tus ríos sobre los prados. Me has salvado. Había sudor en mi frente, me secaste. Había frío en mis huesos y, con el contacto de tu geografía, siento la tibieza de la noche. ¡Bendita sea tu lengua que es un ápice que escribe con saliva el nombre de mi origen!
Me dijíste salvita y echaste sal a mi vida y dije: Vivo, y mi corazón (que sujeta a las serpientes) se estremece cuando pienso que en la madrugada amaneceré contigo, aún no lo sé, pero me lo has prometido y tal vez sea que escarbaré la tierra de tu olor grato, florecido, con uñas de mi siglo. O mis edades. O tal vez será que dormiré en un espacio de alfombra que te sobre, y me darás una cobija y en la mañana, frutas, leche, un pedazo de pan.
Amiga mía, te lo agradezco.
«Ya mentí, le dije que sós un primo. Que necesitarás ir al Norte. Que si no hay coyote que te admita pa'l cruce, yo me rifo el volado. Te llevo, pero no llorés más».
Ni modo que crea ser el primero, el único y el postrero, entre quienes han madrugado a preguntar: ¿por qué te traes la patria hecha jazmín, tan grata es tu piel; por qué salvas la vergüenza a estos cuerpos que huelen a abandono, a herida de bayoneta y machete criminal? Tú, mozuela del campo, aún puedes entender con la sola mirada. ¡Es que he visto, cara a cara, el dolor!
Eres aún una semilla y un sol apetecido; ritual de raíz y lluvia. Y, claro, bailadora, frenesí geotrópico. Ova y valva, polen y útero. ¿Por qué hueles así, si este lugar es un fumadero de chacuacos? Alguien tose como quien vomitará los Faros en un tris desesperado, a falta de una bocanada de sus Salem acostumbrados. O aire puro, al menos, sin olor de vómito y orinajos.
Los gringos te llamaron a sus mesas, pero preferíste que sean otras niñas quienes atendieran a esa gente. Yo llegué y a mi tristeza fuiste tú quien la reconocíste. Estuve tan hambriento que temblaba, pero sólo te dije: Entré por el frío. Pudíste pasar de largo, ignorándome, asqueada. No tú. Otras chamacas aquí no se acercaron ni cuando más boqueaba.
Tú víste en mí un árbol de vida, me regaste. ¡Samaritana, que te bendiga la Vírgen del Pilar!
¿Por qué no descompones, pudres, o acabas de matar al que viene con el hambre y el bostezo más oscuro? ¿Por qué tu olor es tan sabroso? ¡Me díste pan y comí! Bendita tu mano, cipota por el amor amasada. Salvas mi dolor de la vergüenza... Derramé mis lágrimas como si fuese yo un borracho que ya no puede con sus culpas. De gratitud se llora algunas veces.
«¿Recuerdas? Me sorprendíste bolo, terco por las ganas de llorar y no te has burlado de mí».
Te juro que soy remacho y bruto, si querés, pero tengo que llorar. A veces tengo que llorar...
No venga nadie a molestarlo, dijíste. El no trae dinero, pero yo lo convido.
Entonces observé tu hembritud: tienes la autoridad de 5 pies y 6 pulgadas de estatura. Soy un chaparro. ¡Eres tú, caray, una hermosura bah! Desafié tu aliento de mariposa de la noche, con ganas de besarte como hizo él. Supe que tus zarcillos anunciarían que tus mejillas son frágiles, tersas y que tus verdaderas palabras se esconden para quien sólo se entera de oídas sobre quién eres... Tu libertad no la fija nadie: autolegislas. Tus ojos también son tiernos, lloran por mí, pero engañan. Seguro es el ambiente hostil que vivís. O que eres un pájaro hechicero y divino.
Eres la favorita de El Belloso. Lo sé, pero basta saber que él no te ama. Si te amara, no dejaría que otro vea tus muslos y quiera pellizcarlos. No habrías bailado así, como bailaste, sino por la amenaza a que te invocan...
Olor salvado del rencor, ¡qué dulcemente hueles, a mil millas de tu casa! No supe cómo llegué y busqué esa mano que me obsequia el cigarro pa' los nervios, cuando yo no tengo otra cosa que la miseria de mi aliento. Es un Alas, dijíste. Alas de ángel tuvíste para mí. Ni colones partidos a la mitad hay en mis bolsillos. Nunca antes he fumado y me has traído un cigarrillo que me quita el apachurre. Tal parece que me estás mimando, o me chiqueas...
¡Tan pijiado estoy que te debo las Tecates!
Sonreíste. Dientes blancos, completitos. Boca que juele a goma de mascar.
El Belloso no se puede negar. Te ayudará, me consuela. Después de él, soy yo quien mando aquí.
Ella se arrima y rodea mi cuello con su brazo y yo le miro las chichis lindotas. Se ríe. Ella tiene unos ojos grandes, chingueadores. Yo bajo la mirada. Me puso el chunche de uno de sus muslos en mi pierna.
«Estás retierno vós, te sonrojás. Acordáte, primo, que me fichas vós».
Vestida está de sífide. Falda corta, fácil de mirar su calzón. Y la piel suya es tan suave que exuda amor, tersura. Redime el deseo, revive el hambre de poseer, porque es compacta a la fiera dulzura y desata las ganas de palpar su carne y morderla con la paciencia con que a una manzana se muerde cuando es perfectamente roja y su pulpa es un cielo con sabor.
Al bailar, Chepina revuelca el olor de la carne viva, abre conductos cósmicos y acelera la noche en plenitud. El amor que inspira estará formado por llamas. Sus pasos sazonados preanuncian el momento de tenderse, abrirse y gozarse, con palisandros y cedros y nogal, y echar muchas raíces en el interior de la tierra. ¡Hallar el agua dulce, el pozo de la dicha, las selvas y sus cantos bajo el cielo!
¿Con qué esplendor, ciego y profundo, primario e ignoto, danzo?
Me llevó al centro de la pista, donde llovía una luz sicodélica, relámpagos de rojos y amarillos zarpasos. Se pegó a mí, enchinándome la piel...
¡Fue la primera vez! ¡Calqué sus movimientos!
Bailar fue más de lo que soñé esta noche caudalosa como el Sonsonate profundo.
«Me bailaste vós, te juro que no sé».
«Pégate bien y no me pises. Aprenderás».
Sentí los pezoncillos túrgidos de ella, ricamente arrimados a mi piel y dialogué con su corazón y dije: ¡Ojalá pueda danzar así y me quieras! y mi ombligo se comunicó con una raíz de su pelvis y me habría gustado echar mis manos a sus nalgas, apretárselas, escondido entre las parejas de la pista, pero temí que la pepereche se enojara!
Feo volado si me viera El Belloso, berraco con la mujer que él explota para sí. Vino y me dijo: «¡Estás celeque, tú no sirves para nada! ¡No sabes bailar!»
Pues poco sabía de mí. He bailado entre tiros de metralla y nunca me han matado. Cuando las guindas militares limpiaban las zonas de Guazapa, no me reclutaron a la fuerza. ¡Me encabroné bah! Tuve que matar, ojalá sea la útima vez, dije a poquito que escapé. Seguro que no me olvidan quienes me buscan todavía. Sobreviví.
Se hizo casi de madrugada. Y un pensamiento, por enojo, encendió mi corazón.
Una gente de El Belloso irrumpió a reclamar al primer grupo de pollos. Amenazaron a los que no tienen el pago del cruce.
«Mejor que nos vuelvan por aquí, porque los vamos a madrear».
«¿Qué harán conmigo?»
Después quien entró al lugar, ya a puertas cerradas, fue un contingente de clientela que provino de otros congales de la vecindad. Venían por su mota.
¡Si imaginaras, jefita, el lugar en que estoy!
Este grupo no baila entre pobres infelices como yo; no comulga con pollos tránsfugas. No entran a El Fracaso, donde las entradas huelen a puro meado y las puertas traseras, mucho peor. Dijeron que al Adelita's Bar la mota la surten desde aquí. Que las ficheras más lindas, veteranas, las reclutan acá y, así pasan, de un lado al otro; pero Chepina sigue siendo la reina, la que más atrae a todos al fichar. Baila. Enseña su loco piernón. Mezcla su arrogancia con la juventud y no se deja malquerer. Ella es quien da precio a la pasión, capricho a su voluntad.
Algunos sombrerudos y narcos de este montón trajeron consigo a mujeres más perfumadas y alhajadas que las que fichan en Coahuila. Supervisor de ellos, al parecer, fue éste, policía migratorio, y aún hace galas con sendas placas y su acento anglosajón, aunque su pinta es de apache, hijo del malvivir.
Es el concesor de protección. Su lema es: Cuentas claras, dinero por delante...
Cuico, cucho odioso, prepotente, cínico. Y su pelo colocho se está volviendo gris. Alburea, con escarnio, al mismo dueño del congal. El Belloso es una sombra cuando él comanda. Ambos, el segundón y el cucho, tratarían sus negocios. Se coquean en la noche; se amanecen allí.
Fue el primero quien dijo: «¡Que baile la Chepina y al narizaso, cabrones!»
El grito fue mandato. ¡A joder! Este acto es el lujo de la noche. Ultima fase de un volado antes de amanecer. Se guarda para la bola de coqueros. Te rifan, amor. Te hopean. Tu noche se apuesta a la ventaja y los alardes de estos mogrollos con pulseras y cadenas, alhajudos. Y profanarían hasta sus madres por ver la leche correr. No en balde, al comprender el proceso, comienza mi tristeza otra vez.
No vengan los muertos a prometer la vida que les falta. Están ya muertos en vida y no lo saben. Ella es quien sabrá si les oirá; no venga nadie que no la necesite. Sólo ella ofrecerá más, si es lo que quiere. ¡A ver quién se la lleva esta noche!, grita el pinche milico... No vengan los más vivos a despreciar el árbol de su vida, porque de ese árbol me alimento. Ella es la vida verdadera que me salva del odio y la desolación. No venga Satanás en forma de culebra a prometer el Reino de lo Oscuro. No vengan los mercaderes a robar sus secretos. No venga el narco impío, el Soberano Cabrón.
De por sí, ella es luminosa; pero estos ciegos no la ven. Aquí el ambiente huele a vicio. Ella no.
Colocaron los reflectores de modo que se iluminara el centro de la mesa. Yo sí la ví en una esquina, todavía persignándose. Yo era un poeta del campo, asustado y en la miseria, enamorado. Que no venga el acusador, incluyéndome, por olfato de torva virulencia, a poner una falta, a dar toque de queda y prohibir su holocausto de conciliación y buena voluntad.
Ella subió sobre la mesa. Lo supe por el olor de maravilla: su belleza sensual. Una media luna, su sonrisa, me avisó. En medio de su boca, ví su dentadura, envidiable y clara como la pulpa del coco. Detrás de la bragueta, mi pija se cargó.
Por un momento, me jacté. Ella no sonreía a nadie. Quizás a mí. Chiquiadora pueh... ¡Qué pedantería sentimental que yo lo diga! A puertas cerradas, su danza comienza. Se contorsiona al vaivén de una música rítmica, melosa, alucinante. Arropada por el espacio, aguijonada por las luces rosadas y azulosas alternativamente, se desabotona la blusa. Zafó una hebillita que ceñía su sostén y su falda. Se acaricia las caderas con sus propias manos. Juega con los bordillos de encajes de su enagua verduzca. Así serán los montes lamidos por penumbras de las tardes, allá en El Salvador.
Un giro voluptuoso y liberó las chichis. Sus pezones quedaron al fresco, mordidos por suspiros de la gente. No tuve más remedio que mirarlos; no quería cerrar los ojos y no verlos. ¡Pero estaba tan celoso ante los gritos de la chusma que, viéndolos yo con mi vergüenza en vilo, pensé que los quitaba de la vista de la gente y los guardaba en un refugio secreto de mis ojos!
No tuve hasta entonces una idea sobre el por qué del rito en la cantina; pero creí que adivinaría el final y que el odio me partía el espinazo otra vez. ¡Mi niña se rifaría como objeto erotizante entre esta selecta muchedumbre, lombriguera! Ahora, cuando mi corazón palpitaba, traicionado con mucha más pena que discordia, ella bajó su zagalejo muslos abajo. Utilizó las punticas de sus dedos. Echó mi aliento abajo, golpeando los campanarios del deseo y volcándolo contra mis propios suspiros.
Su sensual lentitud espanta a los espectros. ¡Deja un silencio, con muchos ecos! Demasiados suspiros se mueren en el aire. Se acarició los muslos. Una mano fue rumbo a la vulva. La embejucó a sus entrepiernas, como serpiente enroscada entre lianas. Tenía los dedos bajo el elástico de las bragas, buscándose el pitón o un ojo d huracán porque ella es hija del Edén. Después ella amasaría su sexo con las palmas de sus manos. Y oliscarías sus dedos para verificar su olor de mujer. Llevó a la boca el índice, el pulgar, el meñique... golosa, insinuadora, como quien va y prueba un caldo sin más cucharas que sus dedos. O el sazón de la sopa en cocinas del rancho. Sabroso horno tienes de seguro entre tus muslos firmes y torneados.
Sin dejar de menear su cintura, se colocó de espaldas a la muchedumbre: movía su traserito como una batidora. O un molinillo de café. Cocinaba las pupusas del deliquio para mi arrobamiento. Desde un toldo profundo, más allá de las bardas fronterizas, dije: Gracias. Volví y te amé.
¡Estaba en pantaletas como manjar servido! Un tamal, el sexo. Tal vez será un monte sembrado de chirimoyas y anonas. ¡Qué tarugo el corazón mío; no quise mirarla cuando más la aclamó la gentuza por querer verla sin calzones! Vestía un bikini de seda, color esmeralda, tan breve que, ultimadamente, viéndola de frente, por un par de instantes, me guardé su imagen de montículo. Ese chocho habría de ser como volcán de lava ardiente.
También me erupcionba. Cantó fuera del alma mi pájaro burlón. Se mojaron mis muslos; se secaron mis labios, sólo por haberte contemplado.
Como complemento a su paisaje, ella tiene unos vellitos prietos o una discreta red castaña de matojos debajo del ombligo y, a la vista, se dibuja como araña peluda que se detuvo al pie de un laberinto de miel o a una colmena. Abajo, la dimensión de su pupusa se pierde en el color canela de su carne, pero su centro tiene un negruzco plomo, como lo espeso de la noche y nogal purpúreo donde empieza una rosa, su clotis espinoso. Viéndola así, con todos sus detalles, de a tiro que los canijos clamaron por su desnudez como perros en jauría. Los dólares volaban sobre y debajo de la mesa.
Ví, sus tetas que, regocijadas por el ritmo, encantaban. ¡Duras, espléndidas, juveniles! Un segundo de su esplendor, ya al contemplarla toda, y me conmoví...
Los gritos tan cochinos me asustaron.
¡A la puerca se van! No quise ver más. Oírlos dolía como una puñalada. Chepina me estaba matando después de levantarme entre los muertos. Mi mente se fue a Los Angeles, a los mitos de la ciudad donde mi madre ya no esperó más. Mi pasado se paseó como los burros por toda Centroamérica. Me pesaron las piernas al erguirme. Iba a escapar de la mesa y el congal, irme por charrizales de la oscura Tijuana. Iba a correr, a olvidar su lindo olor, pepereche, a comer polvo y arcilla de caminos amargos.
No voy a soñar contigo, olor salvado de dolor. Decepcionas. Esta fue mi muerte y vida, descuajándose en público sin control de mi parte. Mi alma se molía en alguna matanza incomprensible, inexpresable... «Me apachaste, mujer».
¿Por qué bailas así en el resbalón del hombre? Calla y no lo digas. ¡No quiero saberlo! ¿Por qué pasas a las manos del hediondo más canijo, por qué te vendes y rechazas al sobrio y al triste, de repente, si me has visto y por horas me has compadecido?
Al fin me puse en pie. Vaya jodido, ¿quién habría creído que, a las orillas del río de Paz, en Guatemala, camino a este falso paraíso, los compas nicaraguenses, me asaltaran?... Que te reclutás, gústele a usté o no, vas con la Contra, me gritaron, o te morís aquí. Pues aquí muero, veníte vos a matarme, dije ... pero yo voy a ver a la jefa que me parió. Al fin me puse en pie después de chica pelotera que formé en la memoria. Nunca olvidaré que maté a cuchilladas por mi porción de libertad, aún mal servida, despatriada. Sí, maté otra vez.
Hoy que ví, bajo tu enagua, el amasijo mojisco de tu pusa, ¡ay y la parte trasera de tus muslos, tu culo que se batía como un metrallón que vomita sus disparos en el aire, me hallo más ensangrentado dentro del alma que en la carne! Has dolido más.
Al fin, con tu provocación de hembrita tan chilosa, me has derramado en este achís de quererte, siendo para mis actos tan prohibida. ¡Sería más fácil volver a matar que quererte! Tú te descantillas. Te echaste la maroma de encuerarte. Te ríes junto a esos hombres que no conocen el olor del carago que yo adiviné en tu cuerpo y con el cual me hechizaste.
¡Tan cerca estuve yo de irme contigo a Achuachapán y volver a jurar ante el Monumento al General Menéndez, viva la Revolución, capacitámonos para la paz, seamos honrados y decentes, por una generación de justicia en esta patria que es Cristo Salvador!
Y, por estar cerca de tus ojos y mirarlos con timidez, ¡qué paradoja! Me desmiento al decir: ¡Eres sagrada! ... aún creyéndolo. Por ti, yo lucharía, aunque tenga que matar. Vengar a los niños que han volado en pedazos en las selvas, las bombas asesinas y el complot de las zonas minadas. Lloro aún las cipotas violadas en aldeas, o las hambres padecidas y las viudas sin consuelo, mis hermanos reclutados en las guindas. Quiero paz y me llevas tú de nuevo al desgaste, al dolor que no tiene caminos...
Aullaban por tí. Te bajaste de la mesa mientras El Belloso y el Cocho de la migra se hartaban con el dinero de tus bailes. ¿Pa' qué decir a vos que me voy? Empero, hallé tu mirada de ojos ardorosos siguiéndome. Pensé en irme sin decirte ni adiós pueh. Me pijiaría esta choya si hablara más y te dijera ya no creo en tí. Que por un acto final, que son desbalagos de tu cachondez, tu olor naufraga. Te pierdo. Que has vuelto a esconderte en ese más allá desde el cual nada puede conocerse ni verificarse en su verdad.
«¿A dónde vas?»
De repente, tiraste de un mantel violentamente. Echaste las copas y las botellas al carajo. Te arropaste los senos y gritaste:
«¡No te vayas, saparruco!»
A toda prisa, saltaste a tus pantaletas nuevamente. Como un choco, con el rabillo del ojo lo ví. Creí que sería la útima vez antes de perderme.
«Ganaste, menso. ¿A dónde crees que vas?»
Corriste hacia mí. Yo no lo esperaba. No habría querido oirte. Tu boca me sorprendió. Besaste con ardor la mía. Como becerrilla que mama, apresurándose. Me hallaste la molleja. Como un tamagás, tu lengua entró entre mis dientes, barzoniada, porosa, rascadora, hábil como una culebra. Clavaste en lo más tierno tu filero de esperanza. Tu beso me quitó la pena de repente. Chupaste tu redención a mis expensas. De paso, reconstruíste mi anhelo de esperarte.
La gentuza ni se molestaba ya en mirar. Te habían perdido. Aquella turba, imbécilmente sonreída y envidiosa, te olvidaría también. Zampó la idea en sus cabezas: Hallaste a un hombre, salvador de tu reino. Desafiaste todos los vaticinios. Y, peor aún, ¡iba yo a apelcocharme con sus huesos y pulpezas! No para sí, para ellos: yo sería un miguelero que supo cómo chuliarla con su triste estampa de baboso, mejor que todos los que la desearon!
Habían perdido y te irías conmigo, amor mío.
Sucedió otras veces. Ocurre con las mozas del campo y la provincia, con las más bellas y fuertes guanacas, a su propia cuenta se redimen. Esta verdad se confirmó cuando salimos.
El Belloso y el Cocho sorbían el polvo blanco. Cenaban por sus narices. Su alimento, líneas de coca, inhaladas por el hueco de popotes, arregladas en hileras con navajas y tarjetas. ¡Qué utensilios, basura, bah! Nos dijeron adiós con la mano y nos chotearon, a viva voz:
Se fue con un pendejo esta noche, pinche güila. Ya no la veremos más, Belloso. Los hambrientos, como él, se llevan lo mejor del ganado y ellas lo arriesgan todo y se van a la chingada.
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Posdata: Salvador se casó con Josefina. Dejaron las miserias de Tijuana. Se mudaron a Los Angeles. Ella conserva el Corvette de sus viejas andanzas. Lo apostaron todo al futuro. Para el muchacho, ella es aún sagrada. Procrearon tres hijos. Dolor, por su olor salvado: ¡han sido felices! pero ya nunca volvieron a El Salvador. Un reportaje, en la sección «Inmigrantes», de El Reportero Gráfico (Orange County) fue el documento base de este cuento y se publicó en junio de 1992, bajo mi firma.
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