Thursday, October 09, 2008

La Gran Sélika


El padre de Isabel de Marcilia vivía en la Costa de Oro.

Durante los tiempos del poderío belga en la región, un congolés se mudó con su familia a tal costa y el menor de ellos (Diego) requirió del aljorador De Marcilia que le permitiera visitar a Isabel, su hija.

Diego de Segura también fue pobre; pero, aún así, su padre fue un jefezuelo tribal. Su distinción fue vestir con harapos entre sus propios súbditos. Allí, casi siempre, en conjunto, jóvenes viriles y mujeres, de buen tamaño, negros como la noche, vivían en pelotas. Pese a su estado de naturaleza, eran amistosos, pacíficos y muy trabajadores. Sus almas eran tan transparentes que a este lugar del Congo del que provino Diego y su tribu llegaban más antropólogos que sacerdotes, más sabios que iluminados, más ecologistas que guerreros de otras naciones. Diego se crió como si fuese un monarca. Era un princezuelo negro y pobre. Utilizaba como vestido una faldita hecha de paja y girones de materiales vegetales. Nada más y aún así fue amado por los que lo conocieron.

Por su parte, la familia de Isabel pensaba que en Swazilandia las niñas casaderas de las tribus cautivarían, con la ayuda de algunos hechizos, aún a alemanoides de Camerún, no decir a británicos de Mbabane. Esta comunidad tenía más ambiciones e interdependencias culturales que las selvas congolesas, pero a veces había rencillas y guerras. Abundaban los negros descontentos.

A las niñas más hermosas se les hablaba sobre cosas escritas en su destino como sería que parieran varios hijos con hombres blancos para afianzar de ese modo a futuros jefes tribales con genética de mulatos. Al joven negro se lo educaba para admitir que llegaran los poderosos de Europa, seres superiores, a dar cierta valía a criaturas, como él. Había que llamar ángeles del bien a los civilizadores.

Desde niña Isabel no quiso ser esclava, como había sido su madre, ni por voluntad propia ni por ley alguna. Supo que tení alma y discutió con Diego sus creencias. Se habían conocido, además de la desnudez física, otra desnudez más íntima que llamaron el alma. Nus. Vínculo noosférico.

A Diego de Segura, ciertamente, la niña Isabel le gustaba tal como la vio desde siempre. Con unas pizcas de yeso haciéndole lunares plateados en su rostro de color caoba. Sus pies bonitos y pequeños, embachados en barro de los aljores hasta los tobillos, más que bonitos. Fue una negrita trabajadora, alegre y, desde niños, ella y él se buscaban, se entretuvieron con las formas y tersuras de sus cuerpos. Fue él quien se lo dijo. Ella parecía una apsara / ninfa de los ríos del paraíso de Indra.

Según Diego de Segura, no sólo la costa era dorada. Isabel tenía un fuego índrico dentro de sí. Sería como si la shakti, enroscada en su esqueleto, terminara haciéndola más hermosa cada día. Y por eso era más feliz que ella misma.

A la aldea llegó el rival inglés. Un hombre de Mbabane y, siendo de edad avanzada, se fijó en Isabel que tenía ya 13 años y, aún insistía él que ella parecía de más edad, porque sus pechos florecieron ante las lujuriosas miradas de los extranjeros y sus muslos y piernas se escapaban de las faldas para abrir ojos que estaban cerrados y encender teas por el camino de Arabot, una tierra de muchas tentaciones y a la cual irán los justos que se apasionaron por el misterio de lo hermoso, según Mahoma.

El inglés dijo al padre de Isabel:

«Sé que la niña es muy joven para mí. La diferencia son 50 años; pero llevo esos mismos años enriqueciéndome y tengo una casa en Mbabane con muchísimas habitaciones y tendría allí, sin miseria, a la familia que Isabel y yo tengamos y a ustedes, por si desean formar allí su taller de aljores y trabajar para mí, que les permitiría privilegios y les daría regalos».

Fue una gran oferta, al parecer. En realidad, la casa que el inglés aludió es un hotel de su propiedad. Va a inaugurarlo en breve. Todavía lo construye. Vino a reclutar trabajadores para el trabajo rudo de carpintería y empañetado.

El pueblo, cuando comenta, es más listo que lo que el imperialista supone. La tribu, del más jove al anciano, dice que Isabel de Marcilia ha nacido con el destino del falo De Segura.

Mas, por Isabel, el inglés se enterca. Hace una y otra oferta, ya que ella habla, más o menos, el inglés y los dialectos de la Costa de Oro y Swazilandia. Será una sirvienta muy hermosa y, además, su amante. Si ella se cansara de su compañía o no alcanzara a parir hijos para él, la prostituirá con sus amigos blancos. Estos son sus planes. Diego lo infiere de lo que los padres de Isabel dicen a ella. La aldea resiste. No quiere al viejo blanco, al explotador matrero.

«¡Es muy hermosa!», repetiría el visitante al viejo negro para embaucarlo sentimentalmente a que la ofrezca. Dice el Sir inglés que ya está casi enfermo y solo. Necesita una linda compañía.

«¿Quién mejor que esa hermosura, tu hija Isabel?»

Y, como es él un experto enyesador y fabricante de ladrillos, lo querrá cerca también como empleado e intérprete de dialectos. El padre negro escucha ya música de los cielos. Desde hacía varios decenios, lo evangelizaron. Siempre ha estado con los británicos y, últimamente, con contratistas chuecos.

«¡Ese hombre nos respetará y nos protegerá de insurrecciones!», dijo.

Un padre halagado por el colonizador dijo que lo consultaría con su mujer, con autoridades tribales y otras gentes, excepto con Isabel, ya que la reacción de ella fue predecible. Amaba a Diego, el congolés, quien haría escasamente un año pidió que ella le fuese separada para sí. En su lugar le dijeron:

«Parte a buscar fortuna».

El no quería buscar ninguna fortuna (porque la riqueza la halló con Isabel), y ¿separarse de ella? ya, sin hacerlo, sufre alucinaciones visuales; de modo que, ausente de ella, ser¦ mucho más. Ahora su adorada Isabel, se la imaginaba sentada en los almenares de su propia torre, con las pencas de sus nalgas sobre sus testículos. Soñaba, sin cerrar los ojos, que él ya la abrazaba por la cintura, mientras lamía el lindo cogote de la hembra, pegándole el pájaro al trasero. Imaginar a aquella negrita sin sus bikinis fue la más cachonda de sus alucinaciones.

«Tú no tienes oficio ni beneficio», le dijo una vez el padre de Isabel.

Sabía que Diego provino de una tribu de aborígenes calatos, donde las mujeres no habían conocido todavía el suave tejido de las pantaletas y los varones mostraban la pudenda, sin decoro, a los belgas, alemanes, franceses y otros pueblos al norte de Egipto.

Desde mediados del Siglo XIX, los revolucionarios africanos, tales calatos, llamaban a esos pueblos «las potencias rivales», los colonizadores extranjeros, «nuestros opresores», porque todas competían para apoderarse de un pedazo de Africa.

Por el contrario, Diego viene de una familia que entendió, desde el fin de la conferencia de Berlín en 1885, que les quitarían sus costumbres, sus formas de pensamiento y afectividades y que no hay europeo bueno. Todos compiten por extraer las riquezas de sus territorios y dar bagatelas a cambio. Por eso introdujeron al Africa, en vez de amor por la juventud, la patraña de que los viejos son seres amorosos y generosos y que hay que darles las niñas más lindas como el juguete y consuelo de sus vejeces.

A contragusto, para conocer el progreso del pantalón y los brassieres, que fue la novedad más aclamada en la vida cultural congolesa, la familia de Diego de Segura se estableció en Brazeville y, finalmente, siendo él muy niño, los belgas le trajeron con los suyos a la Costa de Oro, pues, había aprendido a leer y seguir instrucciones en francés o alemán, según el caso. Es un niño brillante. Al mirar su verga agregaban. «Un superdotado».

«Parte a buscar fortuna», pidieron otra vez. Se negó otra vez.

Entendió que deseaban que se fuese a algún lugar distante, donde se atreviese a cometer una atrocidad o pillaje y quedarse con el botín y traérselo al lugar del que partió, donde se le recibiría como un héroe. Le pidieron que se esclavizara para progresar y que oprimiera a su propia gente como un segundón de mando en la confección de terror y pánico. Sucedió, sin embargo, que es más fácil matar, robar y oprimir a un negro que a un blanco. El no robaría a los suyos. Por otra parte, tampoco estuvo en condiciones de pelearse con los extranjeros, objeto de sus recelos. No estuvo instruído aún para las rapiñas y homicidios. No quiso ser un guerrillero.

«Tú has exhibido el mondongo antes de casarte», dijo el padre de Isabel a Diego, refiriéndose al hecho de que ya iba siendo hora de que vistiera con calzón. «Tú no te cubres». Es decir, a sus enormes testículos y falo. Como abominación se tuvo que las erecciones del enamorado fuesen públicas y vistas por su propia hija y otras féminas en los pobladuchos de la Costa de Oro.

Para que él fuese digno de una de sus cuarenta hijas, todas las cuales fueron criadas con prendas íntimas, importadas desde Inglaterra y Francia, debía acalzonarse, vestir a la inglesa, o a la manera de los alemanes que llegaron a Camerún y, preferiblemente, como los negros en servicio de los británicos de Swazilandia.

A partir de esa conversación, Diego tuvo que salir de la Costa de Oro y abandonar la proximidad de Isabel, fijándose con un término de tres años la aventura de búsqueda de fortuna. Tendría que venir con baúles llenos de camisas de algodón, pantalones de corte inglés, trajes, corbatas, obsequios de lencería para las mujeres de la casa y fue así que Diego hizo un escrito de todo lo que le fue requerido y lo fechó para que no se le olvidara, porque estaba «enfermo de amo(k)r», lo que en su Congo natal significaba que era olvidadizo y cascarrabias, y en impulsos de odio / amor, podía inclusive desatar algunas tragedias y homicidios, después de breves etapas de profecía.

2.

La familia de Isabel de Marcilia comenzó a contar las horas cuando Isabel lo despidió en la patio. ¡Cómo se comieron a besos aquellos adolescentes! El tenía 14 años de edad; ella, escasamente uno menos. Fue la última vez que él, para ligársela con cierto rigor, la depatarró, levantándole la falda y sentándosela sobre la torre, que parecía una bayoneta de carne.

Al frontarse el mondongo con las nalgas de Isabel y en la cima del mons púbis, se refluyeron las aguas del Paraíso de Indra. Ambos, por tan húmedos y calientes, vaciaban sus riquezas (las aprendidas de imaginarios del Apsara y Arabot), siendo fieles a la negritud y el placer.

No fue la primera vez que Diego dijo que todo lo que es hermoso está hecho de agua y fuego. Sentía el vapor caliente al apretar el chocho peludo, con ligeros torniscones de sus dedos y masajitos de sus yemas. El calor y la humedad se sentía sobre la palma de la mano de Diego y, para catar el líquido sabroso que emergía, ambos se chupaban los dedos. Cuando él jalaba el elástico de la bikini, Isabel destilaba lo suyo, aguas apsáricas, que si bien mojaban el culo de ella, también rodaban hacia la pollanga y terminaba en el pozo (el culo de ambos), o muslos abajo, según fuese la motilidad de la esperma y la intensidad de orgasmos mutuos y sucesivos. Juntos eran uno.

Los días se hicieron más largos que antes porque el inglés no desistió de sus planes y pasaron los tres años, según sus cuentas. De hecho más de tres.

Diego ingresó a una universidad, becado por los belgas que le protegieron y cuidaban del poblado que él tendría que regir, con las normas cristianas que enseñaban, sin exigir la renuncia al acervo ancestral y el uso político de su pasado. Mas, si largos días fueron para el inglés que viendo a Isabel, ya con quince años, se relamía del gusto, no menos días sino siglos fueron para Diego; pero, todo lo tenía escrito, y un día antes de que se cumpliera el plazo, regresó de Bélgica, con un título universitario, y unas valijas con las cosas que serían la dote (lencerías para las mujeres de la familia Marcilia, trajes de corte inglés, camisas y perfumes hechos en Francia, zapatos). Estudió hasta el Islam y el hinduísmo, no se diga que leyó los Evangelios y el materialismo dialéctico.

Fue un día de fiesta en la aldea. Un camión avanzó por caminos selváticos con su carga de tesoros. La aventura había terminado y Diego no comprendía por qué la gente que él siempre trató muy bien bajaba su rostro al verlo y no daba indicios de alegrarse. ¿No fue el jovenzuelo más física y espiritualmente admirado de la aldea?

«¿Qué ha pasado?», se preguntó.

Había llegado tarde. Sí, más tarde de lo que se hubiera querido.

El aljorador de Marcilia dio la mano de Isabel a un británico y vendrá, en breve a llevarse a media aldea, para que como obreros construyan más caminos y siembras jardineras en un hotel que edifica en Swazilandia. Los mejores fabricantes de ladrillos son nativos de la villa, donde el negro Marcilia es el más importante artesano, entrenador y proveedor de yeso y barro. De la noche a la mañana, se hizo rico.

«¿Dónde está Isabel? porque la fecha no se ha vencido. He regresado a tiempo», dijo el enamorado al padre de la adolescente. Le demostraron que no. La fecha se venció. Y él tuvo que entregar a la muchacha.

«¿Donde está, maldición?»

«Con su esposo. Se ha casado».

3.

«¡Viejo traicionero! La vendíste por más pantaletas para tus hijas. ¡Por unos vestidos y trapos al estilo europeo! ¡Por esa ridícula gabardina, con la que te sientes blanco! ¡Ay, por mil carajos, negro y vendepatria, tú sí me emputaste».

«¡No tienes una mansión! El sí, él es un magnate en Mbabane».

«¡No queremos hijas casadas con pobres!», salió la mujer a apoyar al marido.

«Y no atrevas pegarle», agregó.

Diego de Segura estuvo echando gritos y pateando las valijas y baúles, llenos de bikinis y brassieres. Danzó con ira sobre un sombrerito inglés que trajo como su regalo especial para el enyesador y ladrillero. Su futuro suegro.

Ese mismo día decidió ir a buscarla.

Averiguó la direccitn del hotel de Mbabane, donde estaba la oficina principal del recién casado. Iba a darle una golpiza, a sacarle en confesiones el paradero de Isabel. Un documento de la Iglesia Anglicana o la ley colonial de Swazilandia no impedirá que él vaya por ella, la regrese a casa y la haga su mujer, según sus tradiciones. Ella y él se juraron amor, juraron por paraísos mágicos y ultrahistóricos: el Arabot de Mahoma, el río y valle de Indra, con ninfas acuáticas, de multivastos colores; además tenían otras deidades, casi milenarias, mas todavía invocables y rememoriales.

Diego pidió con la cortesía que pudo ver al empresario. Dijeron que él ya no tiene otro nombre que Sir de Swazilandia, como quien dice que «Conde-duque, puñetero de sus malditos güevos, de cagada te pinto los cazones».

Entró, sin avisar a la oficina, aunque alegaron que estaría ocupado con otros negociantes. Aún, con la prohibición, pasó. Estaba solo el pendejo. No se disimulaba en el rostro de Diego de Segura que lo perturba el amo(k)r. Una familia lo había traicionado y un rival de amores se quedó con Isabel para mayor burla de sus huesos.

«¿Dónde está Isabel?», preguntó.

Aún no había visto quien pudiera responder a lo que dijo.

Entonces lo vio. Una cascarita detrás del escritorio que empezó a toser nerviosamente al verle. «¿Este es el negro salvaje sobre el que se me conversa?», meditó el viejo. Dolía el silencio. No lo imaginó con tan agradable aspecto y complexión. Ni tan joven ni tan enérgico. Diego habló en inglés tan hábilmente como el propio británico. Habló francés; algún comentario en holandés y alemán vino a cuento.

«Este es un hombre superior. Un políglota y, seguro, que habla diez mil dialectos negros», se afligió al pensarlo. El parecía que sólo se comunicaba con gargajos o esa tos huracanada cuando se jode de nervios.

En los últimos tres años, enfermó. La muerte lo mira desde un alero. Vivió tanto de oquis y no procreó hijos. Por no gastar saliva, se ahorró hasta quien lo quiera. Ha fornicado, sí, y pero con esas blancas coloniales, con útero cerrado. Ahora, cuando no puede, pide un heredero. Por ese se ríen de la reina de culo prieto, Isabel que es la alegría del fandango y todavía cristalina como el agua de su propia alma, o vínculos noosféricos.

«Si me abandonas, te mato, Isabel», dijo.

Ella lo vio tan enflaquecido que se casó por piedad. Una farsa matrimonial.

3.

Ahora lo mira él también piadosamente, quien vino a golpearlo y, ¿cómo hacerlo? si el británico larguirucho es una espiga encorvada y frágil, pese a su estatura mayor a la de Diego. «Si tan siquiera me naciera un mulatillo de este corte», pensaba al admirar al intruso y capturarlo con sus ojos azules grandísimos, casi con arrobamiento.

Si en algo pensaba Diego, qué diferente pensamiento. Quería golpearlo, arrastrarlo por los pasillos hasta que dijera dónde tendrá guardada a la adolescente más bella del Africa. ¿Se habrá atrevido a mancillarla, a derramarse en el coño de su amada y ella habrá permitido que lo haga? Por de pronto, no quiere ni sospecharlo.

Mas ahora, ¿qué ve? Un hombre lleno de miedo. Su mirada no sale del espanto. Un ataque de asma lo amenaza. Diego no puede imaginar que este hombre quiera exponerse a fallecer. Si Isabel accediera al coito y colocara su redondo nalgatorio sobre lo que él posea de pulgadas en su pito, lo mata. Bien que sabe el sabor y el rigor con que ella se menea; eso que no se la ha cogido. Sólo se frotaban como pubertarios atrabancados por el deseo.

La mucha miel no es buena. Diego le respetó las pantaletas, no se las bajó para no hartarse de gozo en demasía; pero, con el mondongo suyo, ella hizo prodigios de impregnación, frontándose sobre él, de ladito, a caballo, de espaldas. Una vez hasta le dio chupitos. Se querían, desde niños, y se contuvieron. Ella, por estar vestida con bragueros y prohibida de echarse a la boca lo que él tiene y él, calato por senderos de la aldea, armado con su verticalizado sable musculosa. Lo advirtieron y obedeció: Si eres un nadie, no prostituyas a mi hija.

«¿Dónde la tiene? ¡Quiero verla, aunque sea la última vez!», imploró ante el impasible y largo vejete. «No empobrezcas a mi hija», esa frase en su memoria lo llenó de tristeza. Lloraba.

El viejo entonces conoció el lado débil del enorme negro. Lealtad.

Nunca un empresario de su éxito lloraría. Nada vale tanto para darse a los lloros. Ni el deseo de un hijo con su sangre. Ni el hijo con una negra sandunguera como Isabel. En algo se sintió superior, ya que su pene no lograba esplendor, ni por largas mamadas de su veterano puterío y se jactó por un segundo de que a Diego lo había vencido más allá de la obtención de su hembra. La mano tersa, con largos dedos, de Isabel lo puñeteara. Claro, apenas se encharca de humedad. Sucede entonces que ella se aburre y se va de su lado. Llora a solas.

Los lloronas son las que pierden su tiempo en quejas. No crecen. Muestran el cobre, sus límites, se autoderrotan. ¡Pobre de esos dos: Diego e Isabel, llorones de Teruel! Suicidas existenciales, pobres diablos.

Este viejo blanco sólo el cuerpo lo tiene doblado. El alma no. Su alma es realmente diabólica. Sobra el deseo. Lo que falta es herramienta. Ha gozado demasiado; pero no mendiga amor. No llora por amor ni por el deseo importuno de la lujuria que lo sigue hasta en el lecho de la muerte. Ella no había hecho el milagro para él: sacar de sus gónadas un escupido de semen.

«Suplícame, negro: Dí, quiero verla... y te responderé... ¿Quieres ver a mi esposa? Entonces, ven conmigo», lo desafió.

Tenía la voz distinta al cuerpo. No tan cansada, una voz diáfana y de mando.

4.

Diego lo siguió por los pasillos del hotel. Vio decorados hermosos, limpieza, detalles de fauna y floral tropical. No había estado en un lugar como éste hasta hoy. Creyó que lo invitaba a largarse y mostraba una salida. Diego vio un jardín en medio de un patio muy amplio, al fondo, muchos automóviles ingleses. Antes de avanzar hacia el jardín, se dio cuenta que el viejo había desaparecido de su lado.

El ruido bullicioso que salía de un restaurante-bar lo atrajo. Tendría el valor de entrar porque iba meticulosamente trajeado. Recordó que él había sido descrito como príncipe de ébano por los alumnos y administradores del instituto de los belgas, de donde ya trae un título académico. Además, está en Africa. Su Africa. «Mi Africa», reflexionó.

La música que oye no es su música. Estas son invenciones europeístas.

Un negro de su talla y laya sería descrito como revolucionario, mas él no se creyó tanto. Entró, dijo ya dentro, porque es un negro como los que ya estaban allí. Un negro más. Pero vio que allí, por igual, coincidían los blancos y había meseras y bartenders hasta de Bielorusia. Con sólo oír las conversaciones, sabía que entró a un antro, donde se citaban holandesas para hacer el sexo con africanos de poder, sexualmente dotados. Las meseras inglesas se fascinaban con la fama de inagotables e inventivos aventureros de Francia, cazadores de animales, organizadores de safaris, estudiantes de antropología, deseosos de secretos del Africa y, por igual, europeos de toda calaña interesados en seguir los rastros de exploradores como Barth, Livingstone, Stanley, Speke, Caillé, Marchand, Foureau y Binger. Vienen a repetir sus hazañas, a ver que anexan para perfeccionar los despojos en continente dizque nuevo.

Diego había pensado que utilizaría la tarde y la noche para entrar a cada rincón del hotel. ¡Hasta hallarla! Seguro la tiene aquí y la hallará. Al fin, se acercaron para que él compre y beba, o pague a esas negras, con senos al descubierto, que le tocan y palpan la musculatura, ofreciéndose como prostitutas. «¿Prefieres que te atienda una inglesa o una alemana?», le dijeron, porque todas, sin excepción, están allí para vender fantasías al negro como él, sin discriminar a sajones y anglos.

«Vine para preguntar por una persona».

«¿Quién?»

«Una niña de dieciseis o poco años mayor, Isabel de Marcilia».

Se rieron a carcajadas, ella y quien lo oyó.

«¿La esposa negra del propietario?»

«Isabel de Marcilia», repitió él.

«Sí, la nueva adquisición, pero aquí todas hemos sido la esposa de él», se rió la mujer.

«La sacaré de aquí».

«¿De veras?»

«¿Qué sabe de ella?»

«En media hora, se presenta. Bebe algo, ¿no?».

Se alejó. La empleada dio señales de pedir una bebida que Diego no iría a consumir porque jamás en su vida habia bebido licor.

Se escurrió la media hora. Una copa servida fue testigo.

En un rincón, no ya del bar, sino de un comedor más inmenso, comenzaron a encenderse luces, a sonar tambores y marimbas. La gente del bar abandonaba sus asientos y pasaba al lugar llamado «Vasco de Gama». La Gran Sélika es preanunciada con ritmos tomados de una ópera de Meyerbeer; pero, cuando se concrete el sabor y la magia en plenitud, el verdadero poder será de los tambores batá y el escenario barroco que se ha sugerido para el espectáculo.

Empujado por la curiosidad porque se iba quedando solo, aislado, Diego se fue con la manada y apareció ella, la buscada y esperada, la niña que él imaginó una hija del río Permeso y la fuente que emana al pie del Helicón, según se enseña en el Instituto de Bélgica para los Líderes Africanos del Futuro. Ella es la Aganipe de Ebano; es la apsara, ninfa de los ríos sagrados de Indra. Hoy se la redefinieron: «Con ustedes: Sélika», la que chupa la polla del Sir de las regiones africanas de Swazilandia.

La Reina de Inglaterra se lo prometió: «Si hallas en Africa una niña hermosa, con mi nombre, te haré Sir de la tierra que habitas, ennobleceré tu vida con un título real». Y él la halló. Isabel de Marcilia.

Sélika salió al escenario, precedida de negros vestidos a la usanza de chefs de cocina, todos pegando en cacerolas con cucharones del oficio y gorros ridículos, todos vestidos de blanco y sacando maní de sus bolsillos para alimentar a cebras, y abriendo paso a la reina de los trastes y las pailas de sofrito. Después de secarlos con un trapo, inmaculadamente blanco, ella tiró los platos que traía en sus manos, como si fueran platillos que volarán en el espacio. Los pobladores del salón tratarían de apresar alguno de los platos, porque un número de sorteo está grabado en su dorso. Es la lotería de los chochales: un turno de acostarse con ella esa noche.

«La Gran Sélika: la amante más deseada».

Poco a poco, ella se despojaría de su atuendo. Cocinera de Vasco de Gama. Quedaría en pantaletas, sin sostén, pero condimentada con el guiso de su danza. Efectuaría sus movimientos de nalga y de cadera, de hombros y senos, rigurosamente enriquecidos por su naturaleza selvática. Ahora es puta putísima del Salón Vasco de Gama. El auditorio aullaría por cinco platos lanzados al aire. Se pelearían los imperios y sus bestias. Los platos solían ser tan quebradizos que del número impreso no quedaba un indicio al hacerse añicos en la tormentosa lucha de los buitres, peleándose sobre las mesas y las sillas por el turno del sorteo. Los más listos sólo se concentrarán en el meneo de nalgas. La danza.

Y Diego creyó que la paciencia paga. El tercer plato que ella lanzó desde el plateau cayó perfectamente en su mano, sin Sélika saberlo. Se divertía viendo que los otros volaban hasta manos tan violentas y nerviosas que ninguno sobrevivía a la hecatombe. Estas fieras, casi todas europeos de mentes turbias y siniestras, se molían a puños y patadas, siendo el subespectáculo de la codicia lujuriosa.

Sélika movió el culo para todos vestida únicamente con una pequeña braga, brevísima pieza en azul para tan ricas nalgas. Su movimiento sería la magia, la memoria, la ñapa, el premio de las consolaciones del público presente. En consecuencia, echaban bendiciones, improperios, adulaciones verbales, adoraciones intempestivas y de color subido, a su hermosura. ¡Todos las amaron, gozándola virtualmente, hasta él, Diego de Segura! que la desmintió públicamente cuando dijo que todos los platos fueron por rotos y ésto la eximía de recibirlos en su cama. De nadie sería aquella noche.

«¡Te equivocas, Isabel de Marcilia! ¡Serás mía!», gritó.

Ella, por la sorpresa, quedó helada, inmóvil, con sus gruesos y bellos labios abiertos.

Diego se acercó a la muchacha en pantaletas. Sobre ella sí estaban todas las luces y su cuerpo iluminado parecía infinitamente más apetecible. Casi estuvo al punto de tocarla y de subir la escalera que da al plateau de su espectáculo. Si él hubiese sabido las reglas de este juego, se habría evitado que bailara. Se la entregarían como el premio mayor del sorteo de la lujuria.

¡Pero él era únicamente un visitante inoportuno, abstemio, turista con suerte, enamorado con golpe de gracia! Para ella no, ni para su rival, apertrechado en sigilo, escondido para verlo todo.

«Ven conmigo».

No. El Sir de Swazilandia estuvo en vela. Deprimido por causa de su vejez y su impotencia, la arriesga cada noche y, ese juego, le permite un simulacro de erección. Un cosquilleo. El viejo fornicario, el larguirucho, cáscara amarga de sus días, la adquirió como una bestia vírgen, eminente por su belleza, sin la autoridad de abrir sus piernas y hacerse decoroso, vaciándole sus orgasmos en la vagina. Alguien había llorado por hacerlo, no él y, por envidia, vendría ahora a impedir lo que había prometido en los sorteos del comedor «Vasco de Gama». Cualquier otro, no importa. Menos él. Alguien que no la ame, que abra a esa mujer y la disfrute. «No tú, no él», piensa el canalla.

Sin embargo, la vio cuando ella se abrazó a su amante adolescente. Ella y él habían nacido el uno para el otro. Vio cómo se besaban en la boca; le chuparía los pechos y se corresponderían desde las más íntimas fibras de la carne. Ella se iba a escapar del hotel de Mbabane. Volvería a la aldea de los aljores, sólo porque su dueño no es suficientemente macho. Es un asmático, impotente, diabético de mierda, con un título de Sir que no sirve para nada. Isabel de Marcilio se lo dijo: «Viejo, me das asco; no me toques».

Al fin, lo ordenó a sus esbirros.

«Sigan esa pareja a donde vaya. Llénenla de tiros».

Sucedió exactamente así.

En un camino de bosque, salidos de Mbabane rumbo a la Costa de Oro, se hallaron los cadáveres de Isabel y Diego de Segura.

Hay quien dijo que pernoctaron por días en Praia, capital de Camerún, y que hicieron el amor y que se aprestaban a tomar un tren y seguirse amando por los rumbos, por si acaso hallaran en su imaginación otras rutas hacia Arabot, Indra o Hipocrene.

02-05-2000 /
Leyendas hstóricas y cuentos coloraos

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Cuaderno de amor a Haití: Indice / Berkeley y yo / Pepino: El pueblo en sombras

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