Friday, October 10, 2008
La Santina
La Vírgen se cubrió la cara.
La sangre avanzó por afluentes.
Corre AúN de Dobra a Ceres
en su tercio de fuerza, humedecida,
en los vientres clavada,
por el fuego de la aldea, lamida.
En Covadonga se asoma por testigo
una niña del campo, flor perdida,
y el aroma lo llevará en sus ojos
y el tallo de una flecha como rayo.
Ella, con voz apagada, temerosa,
dijo su nombre a un moribundo
que a su paso se hallara: Santina.
Tras un árbol de tarache, al que llaman
los cristianos, tamarindo, ha visto
el combate y llora, la virgen es
que cubre su rostro puro y llora.
Se están matando los hombres
que habitaron el vientre inocente
de la madrugada, se va menguando
el poder del moro Alcana.
Don Pelayo es el caudillo de Castilla.
A su alcolea, se irá. Este es su triunfo.
También él vio a la intrusa y preguntó:
«¿Como si tu rostro es más dulce que las flores,
vienes aquí, te arriesgas a asomarte,
a este valle de la muerte?»
Había cerrado los ojos a un moro chinchoso
que gemía e hizo que la media luna
boqueara su suspiro y se escuchó
el trueno del súbito sosiego.
Santina huyó por el ruidajo,
miró al cielo con gesto inolvidable
cuando Pelayo alzaba su presencia.
Ahora hiede más la pólvora
que la sangre y la agonía.
Y el residuo de 20,000 tropas rivales
también huye, desvanecido
como el relámpago que se metió
en los ojos de Santina.
Y, es un milagro. En Covadonga llovizna
dulcemente. Don Pelayo se lleva este recuerdo,
victorioso, y aún pregunta: ¿dónde se fue la niña?
05-01-81 / El libro de la guerra
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Berkeley y yo / Pepino: El pueblo en sombras
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