Thursday, October 09, 2008

El héroe

Rn memoria de Horatio Nelson (1758-1805)


... la mística de la masculinidad que, en su versión más modélica y extrema a través del «héroe», convierte en virtud el asesinato de los de diferente etnia, religión, etc. o la violación de mujeres del grupo vencido, está llevando a gran parte de la humanidad a la tumba: José S. Martin, en: Génesis de la violencia (2003)


Sea en mar o en campo abierto, un militar siempre será un despreciado. En cierto sentido, un mártir perverso. Lo consignan para el trabajo duro. Lo sucio de la libertad pragmatizada. Expondrá su pellejo y la gloria será para el otro, su Estado. En este asunto meditaba Horatio cuando la memoria lo llevó a su natal Burhan Thorpe (Inglaterra).


Por primera vez en semanas, el personal médico del hospital militar lo ha visto animado. Llegó casi comatoso.

«Habla incoherencias, mueve la mano, se toca la nariz. Sonríe dulcemente», dijo una de las enfermeras que lo cuida y observa. Las turnan cada 24 horas.

Horatio, al que llaman el héroe, se toca el rostro con una mano cuyo brazo aún duele. Todo su cuerpo ha estado entumecido. El brazo, casi inmóvil. Es triste, pero es el único brazo que tiene. Sí. Carece de un ojo que perdió durante la ocupación de Córcega, además del brazo derecho ya aludido. Sonríe. «Si tuviera un hijo me jactaría», piensa él. «Eché mis cañonazos contra los temibles piratas, al mismo Dampier y con el barco insignia Victory enfrenté las escuadras combinadas de Francia y España en octubre pasado». Esto lo piensa. No tiene la fuerza para hacerlo audible.


Hay una nueva cicatriz en su nariz. Un resbalón ante aventuras peores y ferales.

Cuando fue al fin el Héroe de Trafalgar, le zamparon un tiro en la espina dorsal. Cayó y se rompió la jeta / la nariz. Sin un ojo, sin un brazo y sin nariz, a los 50 años, ¿quién va a querer más golpes y más vida para joderse en las tundas? Será mártir, sufridor de atropellos, gloria del Estado Mayor de la Marina.

Como si se practicara una neocatarsis, se detuvo a examinar el recuerdo de su ingreso a la Armada Naval y cómo le fue aquella mañana.

«Pila de mierda, eres un neneque».

«Soy fuerte, aún más, muy ágil».

«Te ves ñango, inútil, hambriento. Queremos hombres gordos que resistan los fríos del Artico. No gente que orine escarcha y haya que tirarlos por la borda con sus huesitos tembluzcos bajo el abrigo», insistió el reclutador. Corroboró que tenia la edad de doce años.

Pero Horatio se las ingenió para convencer que es capaz de labrarse un destino. Dijo que se comería el mundo a dentelladas. Que gallearía y tendría en cada puerto un amor.

«Yo sé que todo comienza con la burla y la desconfianza».

«No, flacucho, la gloria y la victoria comienzan con la muerte».

«Pues yo no quiero la muerte en Burhan Thorpe».


Se hizo hombre en Nicaragua una vez en la Marina. Al menos allí dejaron de llamarlo Neneque. Alguien se fijó cuán fríamente él siguió unas órdenes. Fue un mandato tan breve: «Cuando termines de follártela, mátala».

En 1762, el ejército regular inglés invadió Nicaragua. Su barco dio apoyo, por meses y meses, a los intereses ingleses en mares antillanos. Después de su breve servicio en el Artico, lo enviaron a la costa atlántica como parte de los marinos que tendrían que rescatar a más de 3,000 ingleses, quienes, con sus esclavos, se comprometieron a largarse de Nicaragua de una buena vez. En 1786, Nelson dijo: «Al fin estoy en América» y no fue el primero de su familia que lo dijo. Vino con gusto por rescatar a los suyos. No supo de ninguno al fin y al cabo.

De los Nelson de Burhan Thorpe, llegaron dos mujeres, parientas suyas a enseñar en la escuelita cercana del Castillo de La Inmaculada Concepción. En adición, hacía 19 días que había conatos bélicos en toda la región del Río San Juan. Cadáveres pudridos en las orillas de la bahía y del río daban los indicios de un mundo feral y sanguinario. En ese lupanar de perversidad y traición, todavía Nelson Horatio no había puesto su marca. Fue un ser sin heroísmo consabido. Todavía era un neneque al que ordenaron:

«¡Allá está el Castillo de la Inmaculada! Allí se han refugiado las mujeres jóvenes, niñas y vírgenes, súbditas todas de Bretaña! Y, mejor que mueran todas que el que, por venganza y rencor, nos las entreguen ultrajadas, porque allá, según sabemos, hay un sacerdote vitalicio llamado el Nacom que abre los pechos a las vírgenes, saca sus corazones, los ofrenda a dioses inmundos después de fornicarlas por días. Tienen su dios consagrado a la sífilis», argumentó.

Y se animaba, con estos cuentos y aún con más mentiras, a los obsecuentes marinos quienes se prestaban al asalto, como si fuese deber con Dios y no con la Marina inglesa.

Su mente no quiere jorobarse con este recuerdo.

En tierra, bien armado, avanzaron con sigilo. Estudiaron el plan de ataque. Asaltaron el Castillo después de matar a muchos milicianos españoles durante toda la noche. Con los que custodiaban en el interior, compartieron el banquete. Al llegar la tropelía de Horatio Nelson, el sol que fue tan fuerte en la mañana se mezcló con el licor que habían bebido en la noche. Sus cuerpos olían a grajo y entrar a las salas y húmedas habitaciones del Castillo fue como una delicia. Confort.

Allí estaban las inglesas, con otros súbiditos del Imperio a las que sus familias abandonaron a la suerte, una vez que creyeron en la obediencia de sus esclavos. Dieron órdenes de cuidarlas de los españoles, aún morir por ellas. «Cuídenlas de los nicas y los mestizos porque son inmundos y alardean su hombría y su gusto de fornicación cuando sus víctimas son blancas y de ojos azules». Luego cambiaron las órdenes por causa de la detección de una epidemia y la pista de que habría muchos esclavos traicioneros infiltrados.

Ahora, con decenios confundidos en su memoria de karma, le duele mucho más la cicatriz que hizo un bala en su espina dorsal. Sabe que va a morirse. Se yergue en su camastro. Gime. Su enfermera lo observa. Indica que Horatio delira. Con el brazo izquierdo, él intenta taparse la nariz. Algo hiede y diezma las tropas en Nicaragua. Quiere, en su memoria, una explicación que determinara lo que allí había pasado. Hay cadáveres en las orillas del Río San Juan, pero, se pregunta:
«¿Qué ví en las salas del Castillo de La Inmaculada? ¿Qué realmente busqué?»

El recuerdo se diluye. La mente no es fiel. No es fija. Algunas imágenes aluden al saqueo que intentaron en la isla de Santa Cruz de Tenerife, «aquel maldito día de julio», cuando perdió el brazo. Un año después, en 1798, su buque dio una lección a la flota de Napoleón en la Bahía de Abukir.

Ya pudo el tullido colocar su mano izquierda en la nariz. Este es un olor de semen, recién expulso. Sonríe. Algo en su genitales es delicioso. Siente que se viene, con una abundancia juvenil, de macho primerizo. Olor a lujuria, a grajo de criaturas quemadas de sol y deseo. Por horas y horas, los esclavos han estado fornicando a las niñas de Bretaña y sus tropas, con espadas desenvainadas, los sorprendieron en el acto.

«Este es el momento de guerra, ¡a matar, a matar! Y después, disfruten de esas hembras, aunque sean inglesas, o nicas… hasta que haya nuevas instrucciones de Londres», instruyeron.

En medio de esta mortandad, las mujeres gimen. Las adolescentes y las niñas asustadas se guardan unas a las otras; no quieren ser estranguladas por sus protectores negros. No es bueno confiarse en ninguno. No quieren que se acerque ningún varón a ellas con el pene extendido y los calzones bajos. La traición duele más que la vergüeza. Sin embargo, ellos (blancos, negros, nicas) desgarraron sus ropas, las despojaron de sus faldochones; sacaron del escote, sus palomas. Se han mamado sus pezones y, en sus culos rosados, han metido sendos pulgadones de maciza. Se han derramado encima de sus labios, sus ombligos y sus nalgas; se han turnado en ultrajar a las más hermosas, unos y otros. Ellas maldicen a los varones del Castillo.

La hecatombe de hímenes comenzó con las doncellas en sus veinte; pero, no respetaron ninguna. Los negros, presuntos custodios, se las ofrecieron a la gendarmería a cambio de su manumición y libertad. Antes de la llegada de las tropes inglesas, los soldados españoles hicieron lo mismo. Se ríeron porque liberaban lo que no fue suyo, acorde a la ley. Se burlaron. Los negros admitieron el canje, pero se disparaba un balazo por la espalda cuando el negro, tras recoger su calzón, se apresuraba a salir del castillo, rumbo al monte. Ni tiempo dieron para que dijeran: «¡Soy libre; sin amos, sin que nadie que me obligue al trabajo!»

Están rezando. Más claro es el llanto de ellas que lo que rumoran con palabras y con invocaciones. Oliendo sus dedos es que Horatio Nelson, el neneque, lo sabe. Con el viento de la mar, sales y arenas, noches de travesía, ha perfeccionado este arte de olerse los dedos, guardar memorias en ellos, repasarse las yemas y leer en el tejido de sus dígitos los archivos del Akasha.

Horatio Nelson todavía no había conocido el sexo. Sí, ya había disparado, personándose en batallas. Nunca se imaginó que acertó los objetivos. Había pasado por innumerables burlas, por la sospecha conclusiva de sus compañeros que dijeron que él no mata ni una mosca. Horatio edificó en sí la confianza de su salud, pero no basta... Casi veinte años tuvo cuando arribó al Castillo. Vio muchos rostros dulces y afligidos, niñas en pleno desarrollo con sus senos al aire, manoseados. Hoy para su fortuna, están semidesnudas, descotadas, frágiles y asustadas.

Se personó, sin esperarlo, a una orgía castrense. La primera de su carrera heroica. Como un lince se buscó la más limpia, aquella de su gusto. Hoy quiso hembra; se sintió parte de una manada y con agallas de valentón consumado. El fue estratega de la toma del castillo.

En hazañas similares, tras la victoria, los militares, veteranisímos, se festejan. Por no matarlas, sin beneficio, gozan a las hembras. Los marinos están de plácemes y, mas cuando ya dijeron, para atenuar lo autorizado:

«¡No dejen a nadie vivo! en La Inmaculada».

Ni a las hembras.

Un anciano, esclavo fiel a una familia inglesa, guardó bajo una manta enorme, lo que Horatio presupuso que fue una niña pequeña. O un varoncillo, tierno y hermoso. Cubierta o cubierto de pies a cabeza por la manta, la criatura se mantuvo quieta al lado de dos enormes cestos de guaniquí, donde se guardaba los alimentos que comerían hasta los días de su definitivo rescate. Ella se delató. Curioseó de quién serían los pasos tan firmemente marcados.

Horatio se acercó al anciano nuevamente.

«¡Usted!»

Vio un pedacito de cabellera negra y, una porcioncita de la frente. Bajo la pollina de paje, se exhibieron sus ojos azul oscuro.¡Qué mirada pura, inquieta, comunicadora, tendría ella que Horatio se deslumbró ante la pequeña! Calculó que tendría la edad 6 o 7 años. Y se juró que no la mataría. Tendría que sacarla de esta sala que era un lupanar de militares, fornicando en grupo, mostrando sus nalgas y carencias de escrúpulos.

«¿A quién oculta ahí?», preguntó Horacio al anciano.

Entendía que el esclavo era fiel. La niña no parecía tener de él miedo alguno, sino que se descansaba sobre su pecho como si fuera su padre.

Para que no fuese notoria su belleza, su juventud, su vulnerabilidad, para que no viese el espectáculo de lujuria que había en la sala del Castillo, el negro la tapaba hasta desaparecerla.

Horatio se puso de espaldas al negro, quien evitaba, con la niña en brazos, ocupar espacio y hacerse estorbos, al estar sentados, acurrucadísimos. El militar habló entre dientes, para instruirlo sobre lo que él tendría que hacer para salvarla.


«Seguramente, esta misma noche, eliminaremos a todo. Se quemará el edificio. Son órdenes», dijo enternecido por la tragedia que aguardaba al lugar. Quería darse un lujo de bondad ante la burla que se hacía de su juventud: «Horatio es un neneque, canijo, ñongo», pensaba. Y él sólo quiso ser honorable entre la caterva de piratas de su Armada.

Pidió al anciano que lo siguiera. Subirían a la planta alta, precisamente, a la parte trasera donde colgó un cordaje de asalto y destruyó la ventana. La habitación está vacía, aseguraba. Sería fácil que ambos (el negro y la niñaja) huyeran, sea en medio de este tumulto lujurioso o en la noche antes de que se iniciara la matanza.

Sabía que vendrán más refuerzos trayendo noticias sobre lo que procederá como actos de la estrategia militar de Inglaterra. Las mujeres estorban; pero, los marinos quieren un día de diversión. Uno al menos. ¡Sabe Dios cuánto tiempo pasará, si no disfrutan de un ocio con la gratuidad del sexo!

Y, cuando procedieron, Horatio se desengañó. El negro la cargó en sus brazos hacia donde se le dijo y la niña quedó semi-desarropada; ya vio más que los ojos dulces y comunicadores; vio los pechitos del botín, la doncella de su gusto. No dijo nada, excepto que se mortificó su alma. Su corazón peleó con la urgencia masculina y el gesto inicial del auxilio, la plenitud del salvamento.

«Abre la ventana y baja para que recibas a la niña», ordenó.

El anciano obedeció sin sospechar que Horatio ya mentía. De un tirón arrancó la manta que cubría a la muchacha. La criatura tenía 16 años; pero el rostro era casi infantil y lo fascinaba. Se la comió con la vista, de pie a cabeza. Entonces, oyó la voz del negro que había bajado. Dio primero señal con el cordaje, pero después gritaba que hiciera bajar a la niña que corrió a asomarse a la ventana.

Horatio la vio inclinada, agachándose al ventanal. Percibió la silueta de su cuerpo hermoso y adivinó los primores de dos nalgas, redondas, firmes y soñadas. Sacó un puñal, con el que fue descosiendo su vestido, hecho lo cual repegó su pene sobre el trasero y fue cuando ella, se llenó de pánico y comenzó a llamar a su protector.

«¡Regresa, Rwingema!»

Olisque su mano. Tiene el mismo olor con que impregnó su boca y su mejilla cuando bebió del virginal pozo de esta adolescente. Antes, cuando tenía ambos brazos, sus manos se llenaron de sus pechos. La mano que perdió fue la que frotó ese chocho sobre la manta que tendió en el suelo. Se le está yendo ese archivo de lujuria. Respinga porque oyó salvas de aplausos. Una imagen le vino de sus hazañas en el Mar Mediterráneo. Le dieron un reconocimiento. Obtuvo el mando de las Fuerzas Inglesas en 1803 por méritos en Egipto y en el bloqueo del Puerto de Tolón. Lo aplauden hasta quienes lo llamaron Neneque / inútil / bueno para nada.

¿Qué está pasando aquí? Una descarga de tiros. Acaban de comunicar sus dedos que el anciano Rwingema trepó por el cordaje. A mitad de la subida, lo sorprendió una tropa. Un marino lo derribó a fogonasos con su pistola. Horatio hizo el tendido de la manta de la habitación y, exactamente, cuando lo hubo terminado, óyo cuando el cuerpo cayó. Otra vez la adolescente corrió a la ventana, con una mano en la boca y otra sujetándose un colgajo de la falda sobre un sobrante del corpiño.


«¡Creí que eras una niño, pequeña! Casi pensé que eras varoncito, otro neneque», dijo el marino.

Quiso olvidar la fijeza con que con sus ojos, humedecidos por la rabia y la impotencia, lo miraron. Los dedos le comunican que él reaccionó con lujuria en su presa. Nunca vio, hasta entonces, en Europa una cabecita con pelo tan negrísimo; en Francia sí, cuando bloquearon al Puerto, y marinos llevaron putezuelas a sus camarotes. «Una se parecía a tí», conversa Horatio con un fantasma. Cada vez tiene menos aliento y siente que va a entregar su energía en un suspiro.

«También soy vírgen», dijo porque tuvo que jalar el vestido para que quedara desnuda por completo y dar a su pierna un agarrón violento hasta hacerla caer y tenderla. Al arrastrarla hasta la manta, ya estaba desnudo, con el pene endurecido.

Sí. El tenía ganas de follar. Ser un mártir perverso.

«No seré rudo. Bésame tú, si quieres».

Ella no lo hizo. La escuchó que lloraba.

«Abre la piernas más». Expulsó las bragas. Vio el montecillo de vellos negros.

El cree que ella obedeció, pero no fue así.

«Abrete más», dijo cuando él terminó de estar en pelotas y se dispuso a penetrarla sin preámbulo. Había economizado municiones, o espermios, y temía eyacularse sobre el aire.

Ella no gritó hasta que la penetró. Sus pezoncillos se pusieron erectos. El creyó verlos más grandes.

Los fornicarios le dijeron que siempre a la mujer se le mete suavecito para que descubra cómo morder el pene, con sus músculos; cuando ya se sientan seguras de que no se les enviarán clavadas de rompe y rasga, se le saca y se le mete otra vez. Se examina si transudan, se ellas se han impregnado con sus propias lubricaciones vaginales. Dos tercios internos de la vagina se les expande; el útero y el cérvix se levantan; el clítoris aumenta de tamaño.

«¡Tócala ahí, que se le vea la pepa roja!»

«Déjalo! Que aprenda solo. Méteselo de una vez»

«Bombéla, acañónala. Haz que te lo muerda, neneque, y te humdezca».

«Si te sale todo mojado, atízala Horatio sin piedad».

Ha sentido que porque los labios externos de la vulva, ya extendidos, los labios menores que jamás vio y el clítoris se lo muerden e le hincan la glande. Lo ha sacado y examina su dureza y humedad que ha alcanzado su miembro:

«¡Quiero culo también, ah!», le dijo.

Unió las rodillas de la chica y se puso casi a la altura de sus hombros. Quiere que apriete y transmita cómo se contrae su pelvis. El chocho de esta niña ya morderá esta serpiente. El empezó a dar clavadas violentas porque cada vez iba gustándole más la sensación de que alguien (ella, o cualquiera) apretara su oblonga daga de carne. Los cojones se hincharon con un picorcillo grato y pudo repetir sus vaciados orgásmicos más de una vez. Sus manso siguen aferradas al dorso de sus muslos, detrás de las rótulos.

Medita sobre la breve distancia entre el chocho y el culo y cómo se ha escondido su glande, detrás de un capuchón clitoridiano. La apertura vaginal se redujo de tamaño. El deseo que tiene ella de ser llenada es un dolor que intravulvamente se agiganta y la agita en pulsaciones pélvicas de gozo, abandono, olvido y gritos.

Ella ha logrado con casi 20 contracciones musculares en tan breve lapso como 10 segundos, morir y renacerse, suspenderse en una electrificada singularidad; la vagina la asomó a los misterios. Definió la dicha químicamente. Un olor de feromona la induce a sudar; la mantiene quietamente entre el rubor y el reposo.

El olor de semen ahora es suyo; quiere memoria de él. Quiere dedearla; voltearla, echar un cuarto palo en el ano, o derramarse sobre las nalgas. Ha visto un fluído que no es suyo, un líquido más cristalino. Ha salido en abudancia desde que juntó sus muslos sobre alguna de las tetas endurecidas por vasocongesiones.

La niña se ha comenzado a morir, pero de gusto. Ninguno sabrá cómo piensa ella. No dijo ninguna cosa con palabras; no dirá jamás que él tiene buena pinta y ella había pensado sus fantasías con el momento. De ser tan irregular y violento ese encuentro, hasta lo habría amado. En veinte contracciones vaginales, sucesivas, en tandas de diez segundos, Horatio le dio tres funciones insospechadas que han puesto su corazón a latir rápidamente.

«Ya no me importa morir», piensa la ultrajada. Pide tan poco a esos seres asesinos y violentos.

«Hay que comérsela bien porque es la primera vez», piensa él.

Por eso la obligó a ponerse de rodillas, a izar el culo, a permitir que él besara su trasero. Total ambos eran adolescentes, tendrían que aprender a explorarse los cuerpos. Y se fue a echar cañonazo bajo las nalguitas que sonaban como salvas de aplausos. Ambos volvían a un éxtasis intenso.

El pensó que cruzaba las edades; el sexo, con ese fantasma, hizo deliciosos hasta el día en que perdió el ojo en Córcega.

Se concentró cuando pudo. Se la iba a montar como un pirata.

«¡A Sodoma, Horatio!», aplaudían los marinos y con un brazo invisible él se pegaba en su costado. Cuando se vació en su culo, recordó aquella victoria en Egipto, en la Bahía de Abukir. Allí ganó un respeto enorme. Fue la antesala de su heroísmo de Trafalgar.

El jefe de la operación de asalto al Castillo, con dos de sus superiores, están festejándose el espectáculo.

«¡Qué bien cabalgas, Horatio!»

«Neneque, eso de la sodomía es cosa de gente grande», se ríe el Teniente.

«Que ningún marino es puritano, neneque! Púyala, cabrón. Azótale las nalgas que es Lilith».

El chorro de semen es intenso y abundante. Si no lo expulsa fuera, siente que él se quema con riejo dentro. Este leño saldrá como una brasa en llamas. Ese horno de niña le está rompiendo la espina dorsal.

«¡Ahhhhhh yaaaaa!»

Se vino al fin y vio al Almirante que le ofreció una pistola. Es la suya.

Pero, como está desnudo, la recogieron por él.

El semen cayó en la niebla. A veces huele como si los senos de la adolescente se quemaran. Si. Ahora los dedos le comunican que ella se asustó cuando vio los comandantes filtrados en su habitación. Ella quería tenderse de espaldas y, al mismo tiempo, disfrutar el jalón final de este ultraje. Sabía lo que significaba esa pistola.

El no recuerda que disparó a la pollina en medio de sus cejas oscuras. El disparo destruyó la carita a la altura de la nariz. Ese rostro de ojos azules, vívidos y simpáticos, ya es polvo cósmico y desfiguración en su memoria. Ella quería que supiera que gozó, pero: ¿tendrá él valor para obedecer el mandato? ¿Merece que sepa este secreto, si con sangre fría, después de haberla gozado, obedecerá al acto criminal que se le pide?

Esta noche morirán todos: niños, mujeres, blancos, negros...

«Dispara», dijo secamente su superior.

Titubeaba, pero aceptó su pistola. La tomó en su mano.

Al disparar, el dolor en la espina dorsal fue casi infernal.

Vio otra vez a la niña. Tenía un tercer ojo en la frente. Se comunicaba con guiños como cuando estuvo bajo la enorme manta de Rwingema.

«Ya no soy un neneque, ¿verdad?», preguntó.

«No», contestó la niña. Esto lo conturbó con más dolor.

Se llevó la mano a la nariz: ¡Qué mucha leche! Este es mi río y el tuyo... río de leche y miel...

¿A quién hablaba?

También percibió el fogonaso, el olor a pólvora y sangre.

Cerraron los ojos a Horatio Nelson cuando quedaron en blanco. Van a enterrar sus restos en la Catedral de San Pablo en Londres.

Acerca de la mocilla él no pudo recordar si la enterraron después del tiro.

Y se conmovió con angustia. Expiró.

6-12-1992 / Indice / Leyendas históricas y cuentos coloraos

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