Thursday, October 09, 2008

Nau, el azote

a Jean David Nau (1630-1671),
llamado El azote de los españoles


El pirata del Deseo soñó con el Palo Mayor, verse a flote de placer, bandera al viento, como puñal y sínfisis del púbis. Nació en Sables d' Olonnes (Francia). Desde joven azotó los mares, las geografías más blandas y sabrosas. Se izó todo en el ahí, siendo su existencia más allá de sí. Abordó las galeras. Invocó, como salteador, lo que no es suyo, sin transitar por la subjetividad individual del Ser. En medio de los mares, había que matar, quemar, esclavizar, de modo que no pasara a ellos los que a sus iguales de Cilicia a los que Julio César exterminó como moscas.

En tales contiendas, diez mil hijos del Deseo fueron asesinados; veinte mil, cautivos, sin el futuro-sido de un orgasmo, porque les cercenaban el nabo para que la corpora cavernosa, el tejido mismo del deseo, lo eréctil no se les llenara de sangre. Y vivieran, quietos y callados, sin anhelos, en remolino mental dualizante, fluctuativo y anémico.

El sería una ráfaga con aviso de borrascas. Sus manos piden pepitas de oro, granos de sales náuticas, dureza solitaria, biología activa que se derrama en abundancia por intersticios de los muslos calientes y los huesos de indias y españolas. Cuando el sol y la noche irrumpen, él y su deseo, las atestigua, ricas en promesas y tesoros.

Seguramente, Jean-David ya no quiso las paredes solitarias del cautivo. Mejor es morir que ser un self-surrender en las manos enemigas. Prefirió que se lo llamara el chico temido, el azote de España.

Expulsado de la isla de Santo Domingo, se refugió en la isla de la Tortuga, asociado a Miguel el Vasco. Clamó por algo más que las pericolpas babosas e invisibles y, junto al Vasco, cayó por Maracaibo, saqueándolo, Puerto Cabello y San Pedro.

Mas el dolor se había escondido en una esquina. Robó demasiadas piedras infinitas y brillantes. Como un onanista del lucro y la delicia, las calculadoras mayores del gozo, con mangas de succión y un lindo escote, le bebieron la bolsa. Mamaron ricamente y le dieron la caja del banano, la mona y el nido del pájaro. Se asomaron a su tálamo para que él chupara los diamantes y amatistas.

Por consiguiente, quiso ir a las selvas de Yucatán, donde había demasiadas brañas, alturas y charcas, para que el Vasco y él desvaríen. En San Pedro destruyeron su buque. Salvó lo que pudo. El deseo se persiste. Se echaron a la mar otra vez, con meses de soledad que alucinaba con lunas y valvas abiertas, mezcladas con olores amizcleños y de algalias mordidas y, por esa nostalgia, los piratas equiparon otra vez las arboladuras necesarias y ataron sus caprichos a ellas.

Que no se diga que carezco de mesanas. Tengo entenas y esquifes, pasillos de epidermis, cantos sin cadenas que llegal del fanal a la gúmena, de la alta gavia de trinquete al bajo botalón, o al pico, donde España, con sus perseguidores, una vez que los rinda y desarme, me chuparán el sacro y mi cresta ilíaca.

Entonces, navegaron por el río San Juan. Y fueron atacados, cuando unas indias se chorreaban de miel marina, y como estaban desnudos los piratas, ebrios de deseo y negligencia, los españoles hirieron sus galenas, arrebataron sus malaquitas verdes y les secaron del sudor de la insertionis. Espantaron el polvo e hicieron morir a muchos de sus ladrones, echándolos al fondo lujurioso de las guacas.

Los que quedaron vivos, obedientes a Jean-David y Miguel el Vasco, se internaron en Barú.

Olonnais dijo: Me quedan pocos hombres; ... pero allí, como ontología entitativa, el Canal del Nacimiento, la pulidora de hueso que trajo, el monte de Venus y los cortinajes de la carne, que vibran como besos en fuga, mecidos en gallardetes, pero azucarados son para el Pirata del Deseo... Echémonos a la mar otra vez. Empezemos a lamer hidromedusas. Que no se diga que vivimos de encantar la cobra, sino de la fuerte marea del 'insertio'. Que no se diga que España echó miedo a los valientes de Sables d'Olonnais.

Estaban exhaustos y apesadumbrados, pero él era un jefazo entre cañones de crujía. Los recibiría el agua; los secaría la brisa. Lo planearon en la noche; zarparían al avanzar el alba.

Desafiando la niebla, caminó entre brañales hasta el rumor de una quebrada la que llamaban Sortilegio de Barú. Al parecer una indígena baruénse se bañaba. Nadaba a oscuras, chapoteaba a ciegas. Tenía la voz de un oculto auterio y parecía adorable, digna de ser codiciada, aunque saliera del río recubierta de limo.

Allí, en ese ahí que son los tejidos del deseo y porque él nunca se llevaba con las melindrerías, sintió que su chorra se puso dura como palo y tres pulgadas se le añadieron. Esa ramera sin camino sabrá lo que es un faro que ilumina, una glande del chico temido. Se quitó la ropa como quien desaferra las velas y la niñaja seguía, como una Nereida de pirita, africana de grafito. Tenía la piel oscura, pero, ¡que lindos pechos! Tan bien formados, como jocunda su voz.

Ella sería una corsaria de la maravilla. Conocería el azote, al más temido Pirata del Deseo. Abordaría su piel ahora que salga. El vio lo suficiente, su piel inaugural y fresca; él la haría una alborotada madreperla ante de irse de Barú.

La hembra salió al fin. Con un mejillón peludo, negro chochazo. ¡Qué ponchita de puty pu, república de Labia, el Santo Gral en mandíbulas de vida y koo koo!, él reflexionaba.

«¡Deténte!», dijo al tiempo que le bloqueó el camino.

Se detuvo tranquila. Se ultrajarían el tacto. Ella vería, cara a cara, sus ojos de ámbar y su iris de azufre, con pizcas de sangre de granete y grietas opalinas.

La empujó hacia un clarito de matorral, cerca de los alfaque de ese río. Cayó tan lindamente al tenderse. Agitó el cóccix, se tapó la papaya y se puso bocabajo para que él viera sus nalgas.

No se supo cuál garduña sería más sanguinaria. Salió de la quebrada porque supo que a su corriente la entibiaban las piedras de volcanes soterrados, ciclotrónicos, sobre el lecho de las aguas. Y, como estaban desnudos, ambos se pegaron la piel.

Y él se alborazaba con su arcilla porque muy rica es la temperatura que ella tuvo. El calorcito de sus nalgas. El pudo, inicialmente, irse a su nuca. Besarla. Los cojones fue revolcándolos sobre las nalgas y ella seguía riendo, como en gozo, mientras los escorzados escorpiones le quemaban los nervios con el fuego químicos del Ajna, produciéndoles la Bhoga que boga, la alegría participativa del precoito y el juego.

Y él se sentía una chalupa que rumbo al arrecife no sabe que habrá de partirse en dos mitades, porque la muchacha fue la potencia trascendente del final de sus horas. La negra era hija de Kala, princesa de Kali, destructora de ataduras e ilusiones, que lo calaba.

La india estaba polarizándose en corrientes contrarias. Sin embargo, le encantaba estos hervores de molicie. La piel blanca de Jean-David entró a gusto al juego de su energía dormida y convocada.

Ahora la arcilla gime. Se le está yendo la chorra por la nalgas. El pirata está agitando los riñones, invoca la infinitud creadora del residuum. Halló el ano y con su riqueza se harta. Por tanto, a martillar ahí su empalizada. En este pabellón de arena y malvas, la clava y el tolete se la va y ella grita sus ópalos, joyo que con ansias, un pirata ensancha, humedece, hasta que en asombro eruptivo, mutuo orgasmo, ambos dancen, como lagartijas enroscadas, como serpientes ígneas, entre óvulos y ecos de Lila.

«¿O danza cósmica, divina, él o yo soy quien tomo el alimento», se pregunta la mujer. El se derrama. Va a voltearla, ahora quiere sus pechos, su vagina, el mejillón dorado, la condesa de flaputa y en el portal de vida. Se ha tendido sobre el barro.

«Siéntate aquí».

Quiso decir, sus güevos. Ella obedece, escurre el culo, para que salga la semilla del depositario. Ha sobrevivido lo que el pirata soñara, el Palo Mayor y verse a flote de placer, bandera al viento. Ella es una claraboya en ascuas, y van echar más leche de estrellas iridiscentes en el líquen. Se la va a comer un extranjero. Van a echar de esa aguecilla caliente que sale de los hombre, esa gota de fandango, del puna-puni, del tifón de Pitón.

Mas un huracán de fantasmas lo estremece. No será posible el nuevo palo. Lo han rodeado los guerreros de Burú. Una puñalada, con arma de pedernal, han clavado a la niña desnuda que enculara. La sangre va tiñendole sus espaldas y los ojos se le tornaron blanco.

Se la quitaron de encima. Se comunican en sí con su dialecto. Entiende poco, pero también ellos necesitan de alimento y el botín del que habla es sodomía y antropofagia.

Publicado en El Reportero Gráfico, / el 15 de julio de 1992 /
Leyendas históricas y cuentos coloraos

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